sábado, 11 de mayo de 2013

Retrografía del sujeto que, no sabiendo qué hacer, se sumó a la larga lista de hombres que no quieren despedirse pero aún así se van


Fue Fátima quien lo encontró. Era casi la medianoche y había subido porque la música empezaba a hacerse molestosa. Tocó la puerta un par de veces, no obtuvo respuesta, talvez se había quedado dormido. La puerta estaba con el seguro echado. Bajó a la cocina en busca de una copia de la llave de la habitación. Abrió la puerta, él estaba tirado sobre la cama en posición fetal, el frío sometía a cualquiera. Apagó el radio: la voz de Gilmour se desvaneció al instante. Se acercó con cuidado, vio una mancha pastosa y plateada brillar a la luz de la luna que se colaba por la ventana abierta. Algo no andaba bien, cerró los ojos negándolo.

Llegó a casa. Entró sin saludar a nadie, y nadie lo detuvo, solo se miraron extrañados. Subió a su habitación. Las 11 de la noche no era una buena hora para escuchar rock, pero sabía que nadie reclamaría; la acústica en la habitación era envolvente: las letras lacrimosas de Hey you lo retraían hasta el momento en que escuchó aquello de los labios de ella, y aun antes. Subió el volumen. Se tiró en la cama de bruces, con el desgano y la fuerza de un nadador que desde el inicio se sabe perdedor.

De camino a casa pasó por lo de don Valencia, la farmacia estaba cerrada. Pensó en renunciar, pero el pesar podía más que el cansancio. Recordó que a la vuelta estaba la ferretería: era más doloroso, pero igual de efectivo. Llegó, fue despachado, no agradeció. El tendero dudó un instante, intentó explicar el correcto uso, no hizo caso, se dio la vuelta, como si él no supiera matar roedores. Y así se sentía: un minúsculo roedor, de esos tontos que se dejan atrapar por una trampa, que comen lo que malamente le ponen sobre una hoja de periódico. Pero él no era un roedor de aquellos. De aquellos, no.

Se levantó de la banca del parque como tantas veces lo había hecho, pero esta vez lo hizo solo. Las luces de los postes marcaban enormes sombras, tristes imitaciones de la gente sometidas a la repetición instantánea. No volteó la cabeza a mirarla. Un par de gotas suicidas se lanzaron desde sus pupilas, se dejaron caer con la lentitud del rocío matutino. El pie derecho con el que siempre solía empezar a caminar recorrió con ávida parsimonia cada centímetro de la baldosa próxima. Ella tampoco lo miró, al menos lo intentó, no pudo evitar que llegara hasta ella, por el rabillo del ojo, la figura de él yéndose. Lo que le había dicho no solo lo había destrozado a él, ella sentía también cómo la noche la abrazaba, como tantas veces la había abrazado él.

Lucía lo había estado esperando. Él le dio un beso suave cuando llegó. Se sorprendió que estuviera allí antes que él. Lucía aspiró hondo, empezó a hablarle. Él la escucho sin omitir detalle alguno, parecía que estaba comparando. Y sí lo hacía. Ella seguía hablando, él ya no la escuchaba, el tiempo se había vuelto inevitable, era necesario salir de ese malaventurado instante. Levantó la vista que había mantenido sobre las baldosas hasta entonces. La miró por última vez, sí, sería la última vez que la vería. Él ya sabía todo lo que ella le estaba contando, claro que en la versión correcta, ella no tuvo reparos en obviar detalles que sabía que le dolerían más. Pero a él ya le dolía lo suficiente como para tener que soportar mentiras. Se levantó de la banca.

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