Fue
Fátima quien lo encontró. Era casi la medianoche y había subido porque la
música empezaba a hacerse molestosa. Tocó la puerta un par de veces, no obtuvo
respuesta, talvez se había quedado dormido. La puerta estaba con el seguro
echado. Bajó a la cocina en busca de una copia de la llave de la habitación.
Abrió la puerta, él estaba tirado sobre la cama en posición fetal, el frío
sometía a cualquiera. Apagó el radio: la voz de Gilmour se desvaneció al
instante. Se acercó con cuidado, vio una mancha pastosa y plateada brillar a la
luz de la luna que se colaba por la ventana abierta. Algo no andaba bien, cerró
los ojos negándolo.
Llegó
a casa. Entró sin saludar a nadie, y nadie lo detuvo, solo se miraron
extrañados. Subió a su habitación. Las 11 de la noche no era una buena hora
para escuchar rock, pero sabía que
nadie reclamaría; la acústica en la habitación era envolvente: las letras
lacrimosas de Hey you lo retraían
hasta el momento en que escuchó aquello de los labios de ella, y aun antes. Subió
el volumen. Se tiró en la cama de bruces, con el desgano y la fuerza de un nadador
que desde el inicio se sabe perdedor.
De
camino a casa pasó por lo de don Valencia, la farmacia estaba cerrada. Pensó en
renunciar, pero el pesar podía más que el cansancio. Recordó que a la vuelta
estaba la ferretería: era más doloroso, pero igual de efectivo. Llegó, fue
despachado, no agradeció. El tendero dudó un instante, intentó explicar el
correcto uso, no hizo caso, se dio la vuelta, como si él no supiera matar
roedores. Y así se sentía: un minúsculo roedor, de esos tontos que se dejan
atrapar por una trampa, que comen lo que malamente le ponen sobre una hoja de
periódico. Pero él no era un roedor de aquellos. De aquellos, no.
Se
levantó de la banca del parque como tantas veces lo había hecho, pero esta vez
lo hizo solo. Las luces de los postes marcaban enormes sombras, tristes
imitaciones de la gente sometidas a la repetición instantánea. No volteó la
cabeza a mirarla. Un par de gotas suicidas se lanzaron desde sus pupilas, se
dejaron caer con la lentitud del rocío matutino. El pie derecho con el que siempre
solía empezar a caminar recorrió con ávida parsimonia cada centímetro de la
baldosa próxima. Ella tampoco lo miró, al menos lo intentó, no pudo evitar que llegara
hasta ella, por el rabillo del ojo, la figura de él yéndose. Lo que le había
dicho no solo lo había destrozado a él, ella sentía también cómo la noche la
abrazaba, como tantas veces la había abrazado él.
Lucía
lo había estado esperando. Él le dio un beso suave cuando llegó. Se sorprendió
que estuviera allí antes que él. Lucía aspiró hondo, empezó a hablarle. Él la
escucho sin omitir detalle alguno, parecía que estaba comparando. Y sí lo
hacía. Ella seguía hablando, él ya no la escuchaba, el tiempo se había vuelto
inevitable, era necesario salir de ese malaventurado instante. Levantó la vista
que había mantenido sobre las baldosas hasta entonces. La miró por última vez,
sí, sería la última vez que la vería. Él ya sabía todo lo que ella le estaba
contando, claro que en la versión correcta, ella no tuvo reparos en obviar
detalles que sabía que le dolerían más. Pero a él ya le dolía lo suficiente
como para tener que soportar mentiras. Se levantó de la banca.
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