sábado, 9 de febrero de 2013

Di Ser Piero


Llevábamos varios días en lo mismo. Llegaba con la blusa floreada y los vaqueros azules, bella. Los cabellos los traía recogidos algunas veces; sueltos, otras tantas. Depende de los ánimos, me decía, y yo reía celebrando su simpleza. Se desnudaba, entonces, mostrándose tal y como era, o al menos como quería que la viera. Se ponía una túnica oscura sobre los hombros y una suerte de velo traslúcido sobre la cabeza. Y se sentaba en un banco alto, y cruzaba las manos.

Comenzaba. Ella se quedaba quieta: el viento no sacudía sus cabellos, los sonidos foráneos no la distanciaban de su precisa concentración. Su rostro en cuarto creciente me mostraba una sonrisa apenas perceptible, una sonrisa que parecía guardar los secretos del mundo. Parado frente al caballete, me dejaba atrapar por la serenidad que me inspiraba aquella sonrisa. Luego, no muchos segundos después, el semblante me cambiaba: era desconcertante el huracán de sentimientos que generaba en mi interior.

Los ojos en sí no expresan nada, párpados y cejas son los que nos dan cuenta de los sentimientos de turno. En sus ojos, en cambio, podían verse reflejadas las más sinceras emociones y los deseos más apasionados. A veces sentía que miraba mis ojos, otras veces sentía que me miraba el alma. Sentía cómo algo desde más allá de sus ojos atravesaba la habitación y se metía en el pecho desordenando emociones, recuerdos, deseos, miedos… Decidí que sería en ellos donde se volvería infinita mi existencia.

Cierto día, luego de nuestra sesión vespertina, me preguntó cuándo iría a terminar. Me quedé mirándola en silencio por unos segundos-horas. Lo lamento, no sabría decirle, respondí al fin. El artista no elige el fin de la obra, ni siquiera elige la obra; es la obra quien elige al artista, agregué. Ella me miró con cierta desconfianza que supo borrar rápidamente. Sentí por un instante que sospechaba que no le decía toda la verdad.

Siguió viniendo por muchos días, hasta que no la necesité más; el resto de la obra dependía de cuánto pudiera yo agregar, aunque no había mucho por hacer: las formas y colores eran suyos, no tuve más que copiar su fantástica realidad. Así, el cuadro quedó con dos pinturas superpuestas: la primera donde estaba ella toda mía, que nadie más fuera a ver; y la otra, donde también estaba ella, pero en contraste, esta era universal, le pertenecía al mundo.

***

El Maestro, como lo llamaban sus coetáneos, había permanecido encerrado por mucho tiempo. Había terminado una de sus más grandes obras, pero aún había mucho por hacer: pintar, vivir, amar... aunque no siempre en ese orden, claro. Sabía que ella desconocía que la amaba. Sabía que no volvería a verla. Sentía que la había perdido. Pero sentía, también, que no se había marchado, que estaba ahí dentro volviéndose él. Cogió el pincel y escribió su primer nombre: Leonardo. Dudó un rato, no necesitaba firmar la obra, ya no le pertenecía. Cubrió con capas de pintura lo que había escrito; no quedó, entonces, más que una sonrisa y un par de ojos: signaturas naturales y divinas de lo intemporal.

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