martes, 14 de julio de 2015

Desvaríos: formas de extrañarte



Cinco de la tarde y te ando extrañando como te extrañaba a las nueve de la mañana de hoy. El mismo modo: con el frío que apremia y un huracán en el corazón.

Tomo mi lápiz favorito (cualquiera) y escribo un par de palabras que me suenan a déjà vu: "Cinco de la tarde y te ando extrañando..." No me convencen, así que las desecho y escribo otra cosa:

Me siento a leer Inferno, de Brown. Entre sus páginas, como no puede ser de otro modo (por la obviedad del título), me encuentro con Dante, el poeta florentino. Recuerdo que tenía trece (número de miedo) cuando leí la Divina Comedia. Tenía poco más de siete (número de suerte) cuando caí en El Principito. Pienso en todos los libros que he leído (que deben ser diez, con temor de pasarme). Pienso en El gaucho insufrible. Fijo mi atención en el cuento que da nombre al libro, mientras escucho a lo lejos Como las piedras. Pienso en El sur, de Borges. La Argentina se me viene a la cabeza y con ella Cortázar. Cortázar. Dejo de pensar en libros. Afuera, la noche va cayendo y me pregunto si puede quedar boca arriba. Subo las escaleras al segundo piso para cerciorarme. Llueve. Cierro los ojos y veo hacia adentro: no hay Luna en esta noche prematura.

Arriba pienso en otras tantas cosas: a veces pienso que nadie entiende lo que escribo porque no se escribe para ser entendido, se escribe para entender al resto de animales que pueblan la ciudad con sus pasiones descontroladas y su dios que se llama Dios. Pero no puedo entender a nadie. Creo que debería dejar de escribir. Para siempre. Me siento tan solo acá arriba sin ti. Veo a lo lejos las luces de la Lima que tanto odio pero a la que jamás podré decir adiós del todo. Brillan y pienso si es posible que las estrellas se caigan.

Una gota de lluvia me cae en el corazón (ignoro cómo lo hizo). Dejo de escribir. El papel se ha mojado todo. El lápiz se desvanece como una nube de madera, con mi aliento de las seis de la tarde.

Leo lo que he escrito (lo poco que se puede entender: las letras chorreadas imposibilitan la vida) y me gusta la única línea legible:

"Me siento tan solo acá arriba sin ti... sin tu alma de paraguas".


[Imagen: Detalle de How I met your mother]

viernes, 27 de febrero de 2015

Día 55: Piraustas


Febrero llegaba en estado líquido. 

Bajamos del autobús y la lluvia nos golpeó el rostro con rencor de naturaleza vengativa, aunque a nosotros nos supo a los últimos minutos de Midnight in Paris. Era nuestra primera caminata en una noche lluviosa y sonreíamos; improvisamos un paraguas con un folio negro, mientras yo pensaba que las mejores cosas de la vida son acuosas: esa noche y su repentina no-garúa, sus pupilas húmedas, el llanto del día siguiente. Porque después del llanto que sabe a miedo y a rabia, y a impotencia y a ganas de no estar/ser más, siempre hay razones para sonreír.

Caminamos hasta Diagonal y tomamos otro autobús hasta Benavides. Íbamos recordando las primeras veces que nos vimos. Yo le contaba que aquellos días estuvieron llenos de felicidad absoluta, de miedos instantáneos, de piraustas revoloteando en el corazón. Fueron tantas emociones que la taquicardia dejó de ser una palabra recurrente suya para convertirse en el resultado de nuestros encuentros. Lo que no dije fue que ella me seguía causando la misma sensación de esos días. Su sonrisa de infarto inmediato sigue aún hoy jugando con mi pulso, sus pupilas eternas me alucinan un náufrago irremediable y yo sigo nadando a su orilla, sus mejillas que no conocen más colores que el rojo me regalan los mejores atardeceres sin sol.

Después de media hora, llegamos a Benavides y sus semáforos que nunca se deciden. Me detuvo, arguyendo las reglas de luces de tránsito, y yo reí; siempre fui yo quien lo hacía y ahora era ella quien me daba clases de normas ciudadanas. Te salvé la vida, dijo. Te debo veinte céntimos, agregué. Nos reímos, como siempre, de todo, porque nos reímos de todo: de las bobadas que decimos para entretenernos, de un escritor de literatura rosa, de mí (aunque ella diría que es conmigo, pero creo que es de mí, o, en el mejor de los casos, de mí conmigo.  No importa, con tal de que sea feliz un segundo, puedo ser un comediante improvisado graduado en la Plaza San Martín), de la lluvia, de las cosas que suceden mientras nos besamos desesperados, de cualquier cosa que nos permita retener fotogramas en donde siempre salimos sonriendo.

Atrás quedaba la entrada de una universidad privada. Un día antes nos habíamos sentado afuera; comíamos chocolates y me escribió la dedicatoria en un libro que atesoro (variante de una palabra suya) con el corazón, porque en él se confabulan nuestros días juntos, las promesas que no son promesas (porque nunca prometemos nada. Cualquier cosa que decimos es un hecho a futuro, no nos preocupamos en la obligatoriedad del porvenir causada por un juramento que podría diluirse con la lluvia que nos acecha, porque nos sabemos un uno indivisible con características duales), las páginas que leo cuando voy en el autobús, el autor que lleva el nombre de mi padre y por eso, y por su genio creativo, consumo adictamente (con las disculpas de Cortázar). Leí la dedicatoria y le leí también el destino junto a mí, sentados, leyendo, viejos, arrugados, con las sonrisas que no se gastan, sabiendo que nuestro mundo sí funciona, porque somos un todo de amor, realidad, ficción…

Me cuenta que me dibujó en un test psicotécnico, con mis cabellos raros y mis zapatillas de siempre, con mis ojos que le encantan (dice) y mi sonrisa de infarto inmediato (el ego me hace escribirlo). Y yo la estoy amando, como la amo en cada cosa que me cuenta y en cada cosa que ella es.

La espera se prolongó un poco —como siempre, nuestras despedidas duran tanto como los aplausos a un tenor español; ninguno quiere dejar el nido (palabra que acabo de recordar de una tarjeta que me hizo hace muy poco)—. Nos abrazamos tanto y tan fuerte, como intentando dejar las manos marcadas en nuestras espaldas, como si con eso evitáramos que la lluvia nos apagara las mariposas ígneas que creamos en nuestros adioses eternos. Nuestras piraustas no saben volar lejos, no quieren, solo nos incendian los pechos y se largan un rato a encender las estrellas para nosotros.

Subió al carro que la llevaría a casa. Espero que parta, doy media vuelta, y camino con dirección norte (sur en su caso, en su traducción de direcciones erradas, de la que me río con ella), mientras abro la mano y dejo volar la última pirausta del día: se eleva y planea hasta el carro en donde acaba de partir y le susurra algo que solamente ella sabe.