jueves, 23 de mayo de 2013

Duran menos los amores en invierno


Estaba escuchando al gran Vivaldi y recordé que el invierno comienza por estos días, o creo que en junio, no lo sé, solo sé que en algún momento empezará (intenté averiguar qué día comenzaba oficialmente, pero el Senamhi nunca dio respuesta a mi mail). En mi caso, el invierno no tiene comienzo… En este punto, algunos pensarán que soy afortunado por no tener inviernos en mi vida; otros, que no sé de lo que me pierdo, puesto que es una estación, aunque lúgubre y friolenta, bastante divertida (en algunos lugares hasta hay nieve). La verdad es que para mí los inviernos no tienen comienzo… porque tampoco tienen final (no perderé el tiempo explicando la circularidad de mi afirmación).

Nunca me gustaron los inviernos: días fríos, ropa abrigadora (incómoda), duchas más heladas, bebidas calientes, despedidas inevitables… Nunca me gustaron, pero hubo un día en que comenzó esto.  El “nunca” es, por supuesto, exagerado. Sí ya sé que escribí que mis inviernos no tenían final porque no tenían principio en mí y todas esas cosa que se escriben para parecer más interesante de lo que se es.  Sí, comenzó un día de invierno, hace muchos años.

Colegio. Primer año de secundaria. Invierno del 2001. Seis de la tarde, día en extremo gris y lluvioso. Estaba con Miguel, un amigo de entonces al que no he vuelto a ver desde que salimos del colegio, creo. Sentados cerca a la puerta, esperando a no recuerdo quién. De pronto, la vi. No puedo describir lo que sentí en ese momento… porque la verdad es que no lo recuerdo, pero… lo que sí recuerdo es su rostro de niña: tierna, traviesa, bella. Sus ojos, cuando se dio la vuelta (revoloteándole los cabellos en cámara lenta, como en las telenovelas), me miraron inquietos, enamorados, hipnotizados,… mentira, ni siquiera me miró, pero en aquel entonces creí que lo había hecho. Me había enamorado por primera vez en secundaria (en primaria anduve enamorado de otras niñas, es que así es el enamoramiento, el amor es otra cosa).

Lo significativo de esta tarde, de este espacio, de este tiempo, y en escasa proporción de la persona mencionada, es que desde entonces todos mis inviernos serían más fríos y duraderos. Tiempo después, le dije que estaba enamorado de ella, la respuesta era predecible. Ella se fue al año siguiente al extranjero, no la he vuelto a ver. Ella se fue, nada más. Lo significativo de todo lo que pasó aquella tarde en que la vi por primera vez, no es el hecho de que ella estuviera allí – al final no está, ni nunca estuvo -, lo más importante es que era yo quien estaba a punto de recibir el regalo (yo prefiero maldición) del eterno invierno.

No soy nihilista, un tanto pesimista sí, solo un tanto. Sentí, y esto sí lo recuerdo bien, que desde entonces mis inviernos no serían los mismo. Y no lo son. Mis inviernos calurosos en verano son soportables, pero los inviernos de invierno, esos me llegan hasta el alma (que creo que está en la parte media izquierda del pecho, los médicos la llaman corazón, qué tontos).

Mis inviernos – o  sea mis días – son todos iguales: poco sorprendentes, poco sorpresivos; pero de algún modo sigo aquí, así que tengo que seguir abrigando las pocas ganas que hay de continuar. Por estos días, he recibido un motivo más para que me llueva el alma, un  motivo más para que se me vengan cual alud todos los inviernos del mundo, un motivo más para que los recuerdos de todas las ausencias, que viven ahí en ese pequeño lugar que los médicos se empecinan en llamar corazón, celebren por recibir una nueva compañera.

2 comentarios:

  1. Los inviernos tienen algo de mágico, nuestra Lima Gris "Panza de burro" nos regala lloviznas nostalgicas, que nos invitan a caminar....
    Siempre hay motivos para continuar y para explorar tu sensibilidad por la escritura...

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  2. Cómo no disfrutar de la llovizna limeña: una buena forma de lavar los errores y la penas. Aunque aquí entre nos me encantaría caminar bajo la lluvia torrencial inglesa (espero que sea como la describen). Algún día. Saludos, Anita.

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