sábado, 20 de febrero de 2016

odunsed

La noche cae sobre mí con tus piernas abiertas que me someten a la colisión inevitable de constelaciones que no existen más allá de este espacio —la primera, el padre de Mirtilo, en la que se destaca Capella; y la segunda, la madre de Eros, antiromántica, en contraste con su hijo—, que no saben más que seguir sus sinos imperturbables, su día a día nocturno que termina al final de tu espalda y comienza en mis ganas de saber que existes, que eres algo más que papel y lápiz.
Pero el inicio de esto, a pesar de ser eterno y circular (perdón por la redundancia), se le puede rastrear en una noche de septiembre, invierno, al pie de una ventana, piedra en mano, con las pocas fuerzas que le quedan a un sujeto que teme romper la luna (y no la Luna) en mil pedazos. Al otro lado, una mujer, a la que llamaremos Alpha, por no tener más datos al respecto, se alerta, corre las cortinas y va presurosa a abrir la puerta. El silencio se les pega a los pies y entran sigilosos a la habitación. No hay luz y él, de quien tampoco sabemos mucho, pero a quien llamaremos, por efectos prácticos, Omega, se topa contra todo. Ella lo piensa tiernamente tonto y sonríe. Se echan en la cama que invade la mitad del reducido cuarto y comienzan a conversar sobre el silencio y las estaciones del año, sobre las niñas de cinco años y las nueve letras que se necesitan para formar la felicidad.
Alpha comienza a soñar despierta y siente, entra la niebla que cubre el estado de su no vigilia, la necesidad de entregarse al hombre que ha sido capaz de encontrarle el final al universo. Omega termina por ser parte del sueño. Este coge las manos de aquella y las hace desaparecer. A lo lejos ladra un perro pero no hay tiempo ni espacio, ni ninguna otra dimensión física, para las fobias más comunes que suceden en Omega: cinofobia, ligirifobia, acrofobia, catoptrofobia (o aibofortpotac, que funciona mejor en su caso): miedos desmedidos que en lo más profundo de su alma tienen un único origen. Solo existe lugar para el grito insonoro en el preciso segundo en el que sucede la inevitable colisión de constelaciones, donde las manos y las piernas y los labios y los pechos desnudos dejan de ser proyecciones humanas y se convierten en puertas y ventanas. Oh, si pudieran ver lo que yo, si pudieran siquiera, ver la oscuridad que los rodea, escuchar al menos su imperativo silencio.
Todo sigue su curso cubista —donde las piezas encajan donde no deben—, pero es preferible saltarse lo que ya se sabe.
A la mañana siguiente, Alpha camina al baño restregándose los ojos, abre el grifo y siente el agua helada entre las manos. A la derecha hay unos cepillos de dientes y un jabón; al centro, un espejo; a la izquierda, un rollo de papel higiénico. Lleva las palmas llenas hacia la cara un par de veces. Siente cómo todo su ser se estremece como la noche anterior. Se le viene a la mente, sin saberlo, una canción rock que escuchaba en su alocada adolescencia. Levanta el rostro, abre los ojos y allí está Omega.
Septiembre, 2015
[Imagen: Nebulosa del Águila]