sábado, 31 de agosto de 2013

Σoφíα


Lima, 27 de agosto, 2003

Querida Sophia:

La desesperación ha tocado a mi puerta y mis letras, acostumbradas al orden estricto que les impongo, se desbaratan en una continua y sofocante dispersión. Debo advertirle que lo que leerá en las próximas líneas son las confesiones más desordenadas e improvisadas que nunca antes me hubiera atrevido a decirle a alguien, y estoy seguro de que, después de hoy, no lo haré nuevamente. Me disculpo por las mil y un faltas en las que incurriré, pero es que no tengo nada claro. Prometo, sí, intentar ser breve.

He comenzado esta carta con la familiaridad de quien conociéndole se dirige a usted con toda confianza. Debo disculparme por eso. A estas alturas se estará preguntado quién es este sujeto a quien no conoce y le escribe esta misiva. Pues, déjeme presentar. Como habrá visto en el reverso del sobre, antes de abrir la carta, mi nombre es Mario Lugano. Tengo 25 años, y estudio Periodismo en la misma universidad que usted, y asisto a las mismas clases a las que usted asiste.

Cada día, sentado en la parte posterior del aula de clases, la veo a usted llegar. La veo llegar con esa naturalidad de río, que en su azaroso recorrido busca la quietud de los manglares, con esa levedad de hoja de cerezo, que llegado el otoño se deja caer en un infinito descenso en busca del suelo irremediable. ¿Cómo es posible que criatura tan grácil toque el piso con sus pies de viento y no provoque la destrucción inminente de este mundo de mortales? ¿Cómo es posible que mi corazón, pequeño instrumento de medición pasional, no se me haya salido del pecho con tanto retumbar a causa de su sonrisa? ¿Cómo, de pronto, se ha metido usted en mi vida y ha descuadrado involuntariamente todos mis laberintos que había, con mucho esfuerzo, ordenado a través de los años?

Pero, no, no se sienta usted culpable de lo que acontece en mi alma. Entiendo que un personaje de aspiraciones imposibles como yo no tiene derecho alguno de acercar sus letras a vuestra fermosura. Le pido que perdone mi atrevimiento. Suelo ser discreto, no sé que está pasando conmigo, no se asuste ni se ponga a la defensiva: prometo no acercarme a usted e interrumpir sus días, a menos que su mirada quiera alumbrar mis letras y sus albas manos me sirvan de guía en esta desolada vida.

Le insto a seguir leyendo, querida Sophia. No, mejor, le ruego que siga leyendo, que no arroje antes de tiempo (si es que luego lo hace) estas hojas a la basura. Acabaré pronto para no aburrirla.

La amo. Y soy un cobarde por no poder decirle, mirándola a los ojos - esos ojos que son la causa de mis desvelos -, que la amo. Temo, mi querida Sophia, que al escuchar de mi boca esta confesión, sus ojos me nieguen el brillo que me haría entender que no soy un Ícaro-intentando-volar-cerca-del-sol. Es por ese infinito temor, que me dirijo a través de este medio y le ruego que me permita ser su amigo. Cuando la vea y la tenga frente a mí, le ofreceré mis eternos respetos y estaré a su disposición, mi querida Sophia. Le ruego que acceda a mi pedido por ser de carácter necesario e inmediato.

Me parece que he prolongado un tanto este escrito, y le agradezco si ha llegado hasta este punto. Queda tanto por escribir, pero el espacio me es adverso, y el amor, ese que se está apoderando de mis sentidos, no debe limitarse a ser escrito en un papel.

Con todo el cariño y respeto del mundo,

Mario Lugano


*La carta transcrita y la imagen que abre el texto son de autoría de Mario Lugano, un novel y prometedor periodista y escritor (autor del poemario Las cuatro Marías, única publicación suya de manera profesional) desaparecido el 28 de agosto del 2003. La carta data, como se ha visto al inicio de esta, de un día antes. Los mencionados documentos, junto a otros tantos (cartas, poemas inéditos y una novela de mediana extensión), se encuentran en la Biblioteca Nacional.

martes, 20 de agosto de 2013

Fotografías: pequeñas muestras hipócritas de felicidad

Teolith es fotógrafa. Ama, desde que tiene recuerdos, coger su cámara profesional, pegársela a la cara, adherírsela, como si buscara el alma del aparato, y husmear el mundo a través del lente. Hay fotografías que Teolith jamás toma. Teolith odia fotografiar personas. Somos una tira de malditos hipócritas, se le oye vociferar cuando alguien se atreve a preguntarle por qué no toma fotografías de gentes. Peor es cuando los invitados a algún evento, con el brazo estirado ofreciendo la cámara digital, le piden que los retrate. Ella solemnemente los mira con cierta pena y odio, ya deberían saber, con tantos chismosos que hay, piensa. Si les tomo la foto, tendré que matarlos, les dice, y se da la vuelta. Se va como una hoja al viento, ligera como solo ella puede ser.

Y así es Teolith: una descuadrada que se deja ser y jode a quien puede (en realidad, a quien quiere). Igual me voy a morir, dice, así que mejor jodo a todo el mundo; si cuando muera todos van a decir que era la mejor, que era de putamadre, y me llevarán flores y me llorarán; por que cuando mueres todos te quieren y eres la mejor , y se desternilla de risa la condenada. Así es Teolith, una jovencita con lentes de marco grueso, como los de Woody Allen. Soy una maldita hipster, dice, maldita, maldita hipster, y no hay quien le ponga límites a su risa que la tumba y la hace rodar por el césped, cuando está en algún parque o en el jardín de su casa; por la arena, cuando le da ganas de playa, …y de pronto se reincorpora, seria, ¡no! ¡jamás!, una puta antes que una hipster, una snob antes que una hipster, presidente antes que… no ni huevona, presidente no, prefiero ser puta antes que hipster y presidente, la política no va conmigo, yo soy honrada, carajo. Sus amigos, los pocos que tiene, que pueden ser contados con los dedos de una sola mano ya la conocen, y así la quieren. En el fondo ellos quisieran ser como Teolith, pero es que a esta muchacha todo le sale natural, nunca parece que estuviera fingiendo.

Lo que siempre llama la atención, desde que estaba en la escuela, es su nombre. En la escuela, las maestras, que eran religiosas, la llamaban por su segundo nombre, pero a ella nunca le gustó. Parecía que le temieran a ese nombre tan raro. Llámenme por mi primer nombre, caray, les decía. Las maestras nunca la llamaron por el primer nombre y nunca dieron razones claras del porqué. Ella escribía su nombre el cuaderno de mil maneras, pero nunca en el mobiliario, ni en las paredes, ni en las puertas de los baños, solo en su cuaderno. Le compraban muchos cuadernos, obvio, pues todos los llenaba con su nombre, nada de matemáticas, ni ciencias, solo su nombre. Pero nunca jaló ninguna materia. Es que le tienen miedo a mi nombre, pingüinos tontos, decía refiriéndose a las religiosas.

Cierto día, cuentan, Teolith estaba en el bus, enojada porque la gente estaba durmiendo, porque el conductor era amante de la música chicha (y era tan considerado que quería que los pasajeros escuchen a sus afinados intérpretes), y porque no traía consigo los audífonos. La gente apesta cuando duerme, ¿no se dan cuenta?, por eso yo no duermo en el carro, dice Teolith, porque aparte de apestar como un marrano, me canso más. Dormir en el carro cansa, concluyó. Dicen que, enojada por los malos olores que todos exhalaban y por la tremenda bulla que la radio emitía, se paró del asiento y fue caminando decidida donde el conductor. No sé cómo la gente puede dormir, además, con la tremenda bulla de este baboso, decía mientras se acercaba temerariamente. Oye, tú, huevón, ¿qué mierda crees? ¿que esto es una discoteca?. El conductor la miró con el terror que solo una niñez traumada puede adjudicarse. Teolith cogió, dicen, el parlante que estaba bajo el asiento próximo al del chofer y lo aventó por la ventana, rompiendo los vidrios. Todos estaban despiertos con los ojos de platos mirándola. El conductor no sabía qué hacer. Ella regresó a su asiento mientras algunos pasajeros (los que no habían estado durmiendo, creo yo) la aplaudían y el conductor enrojecido le miraba el trasero regordete por el espejo retrovisor.

***

Cuando Teolith tenía 7 años vio a sus padres discutir en la habitación superior. Era la discusión “más grande y fuerte” que había presenciado y jamás se le borraría de los recuerdos. Lo gracioso, se le oyó decir solo una vez  a Teolith quien no cuenta así porque sí su vida a cualquiera, en una reunión con los amigos, es que al rato bajaron y se tomaron una foto sonriendo, todo porque estaba la familia presente. Tremendos conchesumares, agregó, malditos hipócritas, por eso odio las fotografías, porque solo muestran segundos de falsa felicidad, de una felicidad que después de disparado el flash se va a la misma mierda. Así que si me piden que les tome una estúpida foto, los tendré que matar por hipócritas, por falsos, por banales, … Se le oyó eructar, y perdió el sentido. Las copas de pisco sour habían hecho efecto.