Solíamos caminar de la mano juntos.
Siempre los dos solamente. Algunas veces preferíamos que el tiempo nos rebase;
otras, lo dejábamos relegado como para que cuando nos alcanzara sentir que
habíamos vivido tanto juntos y así poder aquietar el corazón hasta nuestro
próximo encuentro. Nuestras tardes se gastaban pisoteando – gaviotas volátiles
nerviosas – la arena de la playa. Nos gustaba el mar, tanto. Hasta ahora no me
explico de dónde salían tantos temas para conversar. Yo era un tipo aburrido
entonces, más que ahora. Ahora creo ser simplemente detestable.
Por las noches
soñaba con tus mejillas rosas, con tus ojos de faros, con tu voz de poema. Eso
los días cuando podía conciliar el sueño, que eran los menos. La mayoría de
veces me refugiaba en leer tus letras en esos papelitos en los que me
garabateabas tu amor o me internaba en el mundo que me podía ofrecer alguno de
los tantos libros que ya releídos me vigilaban desde los estantes. De pronto,
me encontraba sumergido en un argumento que me hacía recordarte. Y me
frustraba. Me frustraba que nadie supiera el destino del amor que se termina,
ni Bécquer. « Maldición – me decía – el amor no se acaba, solo cambia de
receptor ». Me frustraba leer a Borges y Cortázar. Yo ahí sentado sin
poder, como ellos, destrozar el tiempo y el espacio, y hasta la misma razón, en
pos de alcanzar tus manos, tus manos de nube.
No puedo olvidar
el día que me dejaste, que te obligaron a dejarme, que te alejaron de mí. Hasta
ahora no he podido.
Que camino a
diario a nuestra playa favorita pisando la arena que juntos pisamos. Que me siento
a arrojarle piedras al mar. Que me quedo con la mirada perdida por horas en las
gaviotas que vuelan libres. Que te extraño a rabiar y que las horas son más
grandes (parecen días) sin ti. Que se me llenan los ojos de lluvia y que tengo
que mentir con aquello de lo de la basurilla. Que estoy solo como siempre lo
estuve hasta que te vi. Esas son mis verdades. Así pasan mis rutinarios días
solitarios. Es cruel el proceso de no tener, tener y perder.
Soy un maldito
pasajero de tren aislado y obligado a permanecer de pie y ser testigo de la
felicidad de los que van sentados. Felicidad que solo comparten con los que
están en su misma situación. Pero al menos entonces yo me sentía feliz (no era,
pero me sentía así y eso era lo que importaba) y se me permitía hacer el viaje
cogido del pasamanos pues te tenía a mi lado. Eras tú mi pequeño boleto a la
felicidad. Eras el único comprobante de que debía (o al menos podía) estar en
el tren. Pero, de pronto, te me escapaste de las manos y te fuiste volando por
la ventana lateral como las gaviotas que nos acompañaban en la playa. Así
que en algún momento seré expectorado (y no pondré resistencia) del tren.
Para qué seguir aquí si ni siquiera puedo asirme del pasamano, estoy a la
deriva.
Me he convertido
en un hombre solo, otra vez. Y el título no me gusta. Aún te estoy buscando.
Uno de estos días, cuando no me falte valor, seguiré buscándote.
***
Hasta ahora no han
encontrado a María Fernanda González. Han pasado casi siete años desde la
mañana del 04 de Septiembre del 2004, fecha en la que desapareció. Alejandro,
su padre, no ha perdido las esperanzas de encontrarla. Ha recorrido
literalmente todo el mundo.
Tal vez alguno de
estos días, cuando el valor no le falte, vaya en su búsqueda. A la eternidad.
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