jueves, 22 de diciembre de 2011

Curiosidades: examen PUCP

Día 6 de febrero. Llego a la PUCP. Es el día del examen de admisión. Después de las peripecias para ingresar me hago parte de la multitud que bifurcada recorre el tontódromo en busca de sus respectivas aulas pre asignadas. EE.GG. Letras, aula 305, carpeta 34. Tres lápices (¿o fueron cuatro?), borrador y tajador. Una examinadora sonríe al verme ataviado de tantos lápices. La idea fue de Teresa, mi novia. Me dijo que evitaría perder tiempo tajando si llevaba varios lápices. Me pareció una idea muy inteligente. Yo jamás hubiera tenido una mejor idea.

Estoy en la fila central, con tres filas a cada lado. La gente va entrando de a uno y la examinadora los distribuye de acuerdo al número señalado en cada carpeta que, además, contiene los datos del alumno. Todo aquí es código. Desde entonces dejé de ser una persona para pasar a ser un número. En la fila del lado izquierda, contigua a la mía, se sienta una señorita – aunque dudo si el título es el adecuado, las fachas la delatan – con una actitud despreciativa para cuanto la rodea.

Intento, sin muchas ganas y éxitos, buscar con la mirada si por casualidad había algún excompañero de la academia donde me había preparado meses antes (estaba oxidado académicamente, entonces necesité refrescar la memoria: unos que otros conceptos y fórmulas), pero es en vano, hasta que entre los últimos alumnos que ingresan identifico a dos. Uno es, según recuerdo, muy bueno en la sección de redacción y el otro, del otro nunca supe nada. Nunca me relacioné con ningún integrante del aula beta (divididos en alfa y beta de acuerdo al nivel académico) y la verdad es que fue más por falta de tiempo y por exceso de timidez que por otra razón.

Comienza el examen y por ende, al igual que antaño, los nervios. Ínfimos, pero nervios al fin. Me concentro en la primera sección. Vaya, sí que parecen como los pintaban. Reparo de pronto en la chica con aspecto alegre y noto que subraya raudamente los textos, hace anotaciones con rapidez y premura acerca de estos y encierra con un círculo muchas palabras. Me doy cuenta de todo esto con absoluta discreción y cautela pues los examinadores se pasean por entre las filas, mismos perros ovejeros cuidando el rebaño.

Por supuesto que no tengo la mínima intención de copiar cuanto está haciendo la susodicha, y aun si quisiera hacerlo estaría limitado por la marcada miopía de la que soy víctima. Solo tengo curiosidad por lo que mis ojos están dando fe. Quién lo diría. En el instante surge una macabra disyuntiva. O sabe mucho y hace uso de su magnánimo conocimiento o, por el contrario, no sabe nada del tema y la ignorancia ha calado en su cerebro haciendo a la vez que alucine que cuanto resuelve es lo correcto. En resumidas cuentas, solo sabe que nada sabe. Creo que es una teoría estúpida y segura la segunda.

Borro cualquier indicio de índole filosófico de mi mente y explayo mi conocimiento en el examen. Al final, luego de terminado el examen y haberme tragado 1 hora más sin hacer nada, salgo confiado. A la salida, mi madre, mis hermanos, mi novia y su familia nos vamos a comer. 

Aquella chica de la que hablé nunca más volví a verla. No la recuerdo, pero de seguro que la reconocería. Tal vez mi teoría sí era cierta y la frase socrática ayudó a comprobarla.

2 comentarios:

  1. Esto es lo interesante: averiguar qué porcentaje de lo escrito es real y que porcentaje es ficción.

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  2. Vaya que tu examen fue interesante :D

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