Desde acá arriba puedo verlo todo. O lo que creo que puede ser todo.
Allá abajo las gentes corren por un largo camino de cemento, desaparecen y,
tras un segundo, vuelven a aparecer solo para desvanecerse una vez más. Los
árboles los enfrascan en fotogramas repetidos, como los que se usaban en las
caricaturas antiguas. Otras gentes caminan, despreocupadas, de pronto esperan
que el tiempo las rebase y sentir así que pueden andar en esta tierra más de lo
que deberían. El vidrio de la ventana por donde miro el mundo no me impide
sentir el viento que se cuela por una rendija en alguna parte que ignoro. La mirada
se desvirtúa y se concentra en el apenas perceptible reflejo de mi propio
rostro. Estoy cansado. Y no es para menos. Después de más de una hora sentado
frente al computador, no se me ha ocurrido nada. Llevo días intentando escribir
algún cuento que se sume a los que, a duras penas, he logrado reunir. En mi
caso, la escritura no fluye como un río amistoso en la mitad de un prado. Es
más como una gota de rocío por la mañana dudando entre dejarse caer o seguir
pegada a la hoja. La diferencia es que ese instante, que no siempre se prolonga
por mucho rato, en mí puede tardar semanas y hasta meses. Resulta raro hablar
de cuestiones acuosas y concluir con que me encuentro en una sequía escritural
tremenda.
En los años que llevo escribiendo, me he preguntado siempre por
qué no puedo publicar. O, por qué no quiero publicar. Aún. Sucede que el
síndrome de la página en blanco no siempre se limita a motivos externos: por
falta de inspiración, de tiempo, de temas, de lo que fuera. Y es raro que
siempre sea por falta de algo. ¿Acaso uno no puede sentirse agobiado por el
exceso de inspiración? La verdad, no lo sé, nunca me ha pasado. Ya quisiera. El
mejor ejemplo que se me ocurre para esto de los motivos externos es la vez en
que mi computador se echó a perder. Un día se apagó y ni el técnico más avezado
pudo darle solución. Solo se podía recurrir a formatear el sistema. Pude
recuperar las fotos, los videos, los videojuegos y el material pornográfico,
pero a los cientos de escritos que había recopilado desde mi adolescencia no me
quedó de otra que dedicarle la Sonata nº 2 de Chopin. Y ni ganas quedó de intentar recordar, que la memoria es pésima
y, por más que uno intente escribir algo que ha escrito antes, siempre termina
por salir distinto. Es como cuando se te ocurre una idea en el autobús y no tienes
dónde anotarla; cuando llegas a casa ya la olvidaste y, si la recuerdas,
termina distorsionada y hasta inútil.
Pasa también que hay motivos internos. En mi caso solo hay uno
(imagino que habrá quien tenga otros): borro casi todo. Me he convertido en el
peor crítico de mi obra. Puedo hacerme de oídos sordos ante las críticas del
resto, pero no ante las propias. Escribo y guardo, y unas semanas después estoy
llenando el tacho de basura (o la papelera de reciclaje) con los cadáveres que
dejan los escritos fallidos. Esa también es una página en blanco: la
autocrítica, la eliminación constante de muchas de las cosas que escribo. Algo
queda, por supuesto, pero la mayor parte se va. Y ahora que lo pienso, sería
mejor que lo guarde por si alguna vez a alguien se le ocurre publicar mis
papeles inesperados (gracias, Julio). Pero ahora es el ego incontrolable quien
escribe; lo más probable es que sea olvidado. Así lo deseo (gracias, Jorge Luis).
He intentado de todo para que la página en blanco no me atrape. El
truco para superarla, dicen algunos, es escribir a diario. No importa si es
malo. Con la corrección se terminará tarde o temprano mejorando. También están
quienes dicen que uno se debe aventurar a escribir sobre tópicos a los que nunca
antes recurrió. Hay quienes además creen que se puede escuchar música, ir al
teatro, leer —o sea, recurrir a otras artes— para despertar la creatividad
propia. Y hay mucho de cierto en todo. Pero también está lo que se cuenta de
ciertos escritores de renombre: que escribió tal novela de 800 páginas en cinco
meses, que escribía cada dos años, que comenzó a publicar a los 50. Y también
hay razón en esto. Tal vez no haya secretos para escribir ni para publicar ni
para superar la falta de inspiración. Tal vez todo se resuma a envalentonarse y
ser perseverante. Aún así, quiero hacer un último intento por acabar con el
bendito síndrome. A ver:
Cierta vez, mientras intentaba llenar el crucigrama de un diario
local de valor monetario superior a nuestra divisa, caí en cuenta de que
escribir es precisamente como eso, como completar un crucigrama. Uno se hace
con el bolígrafo dispuesto a enfrentarse a lo desconocido. Puede que se sepan
algunos temas —así como uno identifica palabra
de dos letras - río de Italia, así también ya se ha escrito sobre el amor,
sobre la inmortalidad, sobre las invasiones extraterrestres—, pero, particularmente,
a pesar de que yo sí creo de que ya todo está escrito, siempre queda el tipo de
presentación: cómo se enfrenta un escritor a determinado asunto y cómo lo
expone. El amor no es el mismo en las letras de Neruda que en las de Vallejo y
el infierno adolescente no es el mismo en Reynoso que en Salinger, por decir
algo. Las reglas ya están dadas, solo hace falta colocar las letras justas y de
modo distinto a como cualquier otro lo ha hecho.
Así, se comienza a quitarle el vacío a los cuadrados blancos. Se
comienzan a entrelazar una a una las letras y las historias. En determinado
momento, uno se detiene a pensar o a recordar. Se pone el bolígrafo en la boca
como para que el conocimiento del mundo se cuele por alguna rendija hacia el
interior de uno. Se mira al vacío para encontrar el nombre de la catedral del
recuadro derecho y para pensar cómo reaccionaría cierto personaje a una
determinada situación. Se tacha la letra errónea que se creía correcta y que
coincidía en cantidad de letras y significado, y la parte que se cree cursi, o
que aporta mucho a la historia y hasta los adjetivos que matan (gracias,
Vicente). Puede que no se termine de completar el crucigrama, más si es de esos
gigantes del día domingo. Puede que la página en blanco se transforme en tu
monstruo bajo la cama. Pero hasta las páginas vacías pueden servir para
escribir. Algo como esto siquiera.
No se debe interpretar que intento banalizar el oficio del
escritor, porque sería como si yo estuviera tirando por la borda todo en cuanto
creo. Puede que esté intentando echar luz sobre mi propia oscuridad, tratando
de dar ese salto hacia el vacío. Puede que haya algo más que gentes y árboles
allá abajo que hasta ahora no he logrado ver.
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