martes, 7 de febrero de 2017

El perro asteroide

Murió el pequeño B-612. Juro que hice de todo para reanimarlo, aunque mucho no se podía hacer. Lo encontré en una posición extraña: su cuerpo formaba una curva temerosa de la que no me di cuenta hasta mucho rato después. Quizás sus hermanos lo aplastaron y, con el calor que hace, terminó asfixiado. Quizás se le atoró algo en la garganta y no hubo quien lo auxilie. Me sentí tan inútil soplando por su pequeño hocico, dándole suaves palmadas en el lomo, presionando su pecho. Pero nada funcionó. Cuando ya no se movió más, temí enterrarlo: quién sabe si solo estaba inconsciente o si había aprendido un truco que nadie le enseñó. Era tonto el pobre, pero lo quería. Las alimañas comenzaron a abandonar en mancha su cuerpo tieso y así supe que era hora de dejarlo ir.
B-612 tenía un mes de vida y, al igual que sus hermanos, corría de un lado para otro, cayéndose y gruñéndole al mundo. No sé por qué, cuando Pacha su madre dio a luz, lo elegí precisamente a él. Quizás porque fue el primero que nació. No lo recuerdo bien. Era el único que tenía nombre. Lo bauticé el mismo día que nació. Ensayé varios nombres, pero al fin me quedé con el del asteroide en donde se pueden ver hasta 39 puestas de sol en un solo día, sobre todo cuando la tristeza es mucha. Su tumba fue un hoyo en el jardín, un hoyo del tamaño de mi mano abierta. Lo cavé en silencio a las cuatro con treinta. Me acompañó Ivanna, aunque Erre me dijo que lo hizo porque le gusta husmear y no porque sintiera pena.
Siempre hay algo de lo que uno se arrepiente cuando pierde a alguien. Yo me arrepiento de no haberlo sacado a ver siquiera un atardecer. Pero ya no puedo hacer nada. Se me da que puedo dibujar una caja y pensar que adentro está B-612 y todo el universo que tenía para mostrar. Hay un pellizco de ausencia en mi corazón. Uno más.
Imagen: Foto tomada de El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry

No hay comentarios:

Publicar un comentario