Estaba escuchando al gran Vivaldi
y recordé que el invierno comienza por estos días, o creo que en junio, no lo
sé, solo sé que en algún momento empezará (intenté averiguar qué día comenzaba
oficialmente, pero el Senamhi nunca dio respuesta a mi mail). En mi caso, el
invierno no tiene comienzo… En este punto, algunos pensarán que soy afortunado
por no tener inviernos en mi vida; otros, que no sé de lo que me pierdo, puesto
que es una estación, aunque lúgubre y friolenta, bastante divertida (en algunos
lugares hasta hay nieve). La verdad es que para mí los inviernos no tienen
comienzo… porque tampoco tienen final (no perderé el tiempo explicando la
circularidad de mi afirmación).
Nunca me gustaron los inviernos:
días fríos, ropa abrigadora (incómoda), duchas más heladas, bebidas calientes,
despedidas inevitables… Nunca me gustaron, pero hubo un día en que comenzó
esto. El “nunca” es, por supuesto, exagerado.
Sí ya sé que escribí que mis inviernos no tenían final porque no tenían
principio en mí y todas esas cosa que se escriben para parecer más interesante
de lo que se es. Sí, comenzó un día de
invierno, hace muchos años.
Colegio. Primer año de secundaria.
Invierno del 2001. Seis de la tarde, día en extremo gris y lluvioso. Estaba con
Miguel, un amigo de entonces al que no he vuelto a ver desde que salimos del
colegio, creo. Sentados cerca a la puerta, esperando a no recuerdo quién. De
pronto, la vi. No puedo describir lo que sentí en ese momento… porque la verdad
es que no lo recuerdo, pero… lo que sí recuerdo es su rostro de niña: tierna,
traviesa, bella. Sus ojos, cuando se dio la vuelta (revoloteándole los cabellos
en cámara lenta, como en las telenovelas), me miraron inquietos, enamorados,
hipnotizados,… mentira, ni siquiera me miró, pero en aquel entonces creí que lo
había hecho. Me había enamorado por primera vez en secundaria (en primaria anduve enamorado de otras niñas, es que así es el enamoramiento, el amor es otra cosa).
Lo significativo de esta tarde,
de este espacio, de este tiempo, y en escasa proporción de la persona
mencionada, es que desde entonces todos mis inviernos serían más fríos y
duraderos. Tiempo después, le dije que estaba enamorado de ella, la respuesta
era predecible. Ella se fue al año siguiente al extranjero, no la he vuelto a
ver. Ella se fue, nada más. Lo significativo de todo lo que pasó aquella tarde
en que la vi por primera vez, no es el hecho de que ella estuviera allí – al
final no está, ni nunca estuvo -, lo más importante es que era yo quien estaba
a punto de recibir el regalo (yo prefiero maldición) del eterno invierno.
No soy nihilista, un tanto
pesimista sí, solo un tanto. Sentí, y esto sí lo recuerdo bien, que desde
entonces mis inviernos no serían los mismo. Y no lo son. Mis inviernos
calurosos en verano son soportables, pero los inviernos de invierno, esos me
llegan hasta el alma (que creo que está en la parte media izquierda del pecho,
los médicos la llaman corazón, qué tontos).
Mis inviernos – o sea mis días – son todos iguales: poco
sorprendentes, poco sorpresivos; pero de algún modo sigo aquí, así que tengo
que seguir abrigando las pocas ganas que hay de continuar. Por estos días, he
recibido un motivo más para que me llueva el alma, un motivo más para que se me vengan cual alud
todos los inviernos del mundo, un motivo más para que los recuerdos de todas las
ausencias, que viven ahí en ese pequeño lugar que los médicos se empecinan en
llamar corazón, celebren por recibir una nueva compañera.