Sucedió
cuando tenía cinco años. Había aprendido a contar números a muy temprana edad,
sin que nadie se lo enseñara. Lo hizo de una forma bastante distinta a como la
mayoría lo hace: empezó por darse cuenta de la existencia de los objetos y la
sucesión de los eventos; luego, bastó con notar la repetición de los
especímenes y el proceso cíclico con lo que acontece todo en la naturaleza. Un
día, mientras su madre le sacaba el cobertor que la protegía del viento, vio
revolotear un insecto nuevo, uno que nunca había visto antes, muy pequeño de
color rojo y con puntos negros, y comprobó así la singularidad. Ya había
reparado en esto tiempo atrás, cuando abrió los ojos e, incomprensiblemente, un
tipo vestido de blanco le propinó un golpe. Pero aquello solo había sido el
inicio seguro de un sinfín de pruebas que desencadenarían en el descubrimiento
de la eternidad. Rápidamente, la teoría de las primeras cosas se había formado
en su cabeza.
Llegó
el día en que vio el sol. O lo sintió, porque el primer destello la deslumbró
de tal forma que no pudo contener la mirada ni un solo segundo y tuvo que
voltear a ver la cara redonda de su madre. Al día siguiente, sucedió lo mismo.
Y al siguiente. El verano era constante y el sol era la premisa que articulaba
la tesis del dèja vú. Desde entonces, todo comenzó a repetirse una y
otra vez. El primer insecto nunca dejó de ser el primero, pero pasó a ser parte
de un grupo de insectos todos iguales: pequeños, de color rojo con puntos
negros. Y el primer sol solamente fue el prefacio de los cientos de soles que
la deslumbrarían y la obligarían a ver a otro lado en todos los años en los que
caminó en estas tierras.
Pasó el tiempo y ya que la unidad había dado paso a muchas otras unidades, había
optado por identificar de manera especial los grupos en los que nuestros ojos
comunes identificarían dos elementos, o tres, o cuatro, y así hasta los números
que nadie se atreve a pensar y se terminan por llamar años-luz o eones o gúgol.
Así que comenzó a contar las cosas por el grado de emoción que le causaba la
repetición de cierto objeto o situación determinada. Es decir, cuando algo le
emocionaba sobremanera, sabía que debía tener un valor más especial que aquello
ante lo cual la emoción no era más que un susurro imperceptible. El grado de
emoción estaba sujeto a las veces en que había sido testigo de un evento. Si
nunca había visto repetirse algo, la emoción era mayor.
El
día extraordinario la había encontrado en el jardín de la casa, en donde se
pasaba la mayoría del tiempo cavando pequeños hoyos para enterrar los cadáveres
de los insectos y alimañas que encontraba: pequeñas tijeretas o chanchitos de
tierra, y hasta algún pedazo de lombriz. Aunque lo que más le gustaba eran las
arañas, por eso cuando encontraba algún exoesqueleto, la tomaba muy sutilmente,
la ponía en la pequeña tumba y lo cubría de tierra húmeda. La miraba por unos
segundos y le sonreía de medio lado, como en una suerte de despedida. Tenía una
agenda en donde llevaba la cuenta de sus insectos muertos, clasificados por el
grado de extrañeza ante su presencia peculiar o repetitiva.
Ese
día, se acercó a uno de los girasoles que se doblaban en medio de las demás
flores de menor tamaño. Y lo vio. Ahí estaba, pequeño, rojo con manchas negras.
Al principio creyó que era uno más de los insectos de la misma especie que
siempre veía revolotear por allí. Pero, justo cuando iba a posar la mirada en
otro lado, supo exactamente lo que iba a pasar. El pequeño insecto volaría en
derredor de los girasoles y se iría a detener en la punta de su dedo índice.
Fue una especie de fotografía que alguien había tomado en algún momento del
tiempo infinito y que había decidido revelar justo ahora para ella. El insecto
se abrió como una nuez y unas minúsculas alas negras se asomaron. Se entregó al
viento y dio un par de vueltas a los girasoles, describiendo un número ocho en
el aire, como si dibujara el interior de una fruta. Se diría que planeó, pero
sabido es que los insectos no pueden dejar de mover las alas, a menos que
quieran caerse como la manzana de Newton. Y se fue a parar a la punta de su
dedo, cuya mano dueña se había alzado mecánicamente hasta quedar a la altura de
su nariz. Lo miró como si fuera el primer insecto rojo con manchas negras al
que viera, como aquel que vio años atrás. Giró la muñeca sin desprender los
ojos de la pequeña coraza roja brillante del insecto. Cuando escuchó una voz
lejana, como si anduviera en un sueño y alguien intentara despertarla
llamándola a gritos.
—¡María
Fernanda!
—Eh...
¿Mamá?
—Hace
horas que te llamo para comer, niña. ¿Qué haces?
—No
lo sé…
La
madre puso cara de circunstancias y sirvió limonada en un vaso. Segundos
después un insecto rojo con manchas negras entró revoloteando en la casa.
[Imagen editada de Internet]
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