lunes, 1 de agosto de 2016

Teoría de las primeras cosas



Sucedió cuando tenía cinco años. Había aprendido a contar números a muy temprana edad, sin que nadie se lo enseñara. Lo hizo de una forma bastante distinta a como la mayoría lo hace: empezó por darse cuenta de la existencia de los objetos y la sucesión de los eventos; luego, bastó con notar la repetición de los especímenes y el proceso cíclico con lo que acontece todo en la naturaleza. Un día, mientras su madre le sacaba el cobertor que la protegía del viento, vio revolotear un insecto nuevo, uno que nunca había visto antes, muy pequeño de color rojo y con puntos negros, y comprobó así la singularidad. Ya había reparado en esto tiempo atrás, cuando abrió los ojos e, incomprensiblemente, un tipo vestido de blanco le propinó un golpe. Pero aquello solo había sido el inicio seguro de un sinfín de pruebas que desencadenarían en el descubrimiento de la eternidad. Rápidamente, la teoría de las primeras cosas se había formado en su cabeza.

Llegó el día en que vio el sol. O lo sintió, porque el primer destello la deslumbró de tal forma que no pudo contener la mirada ni un solo segundo y tuvo que voltear a ver la cara redonda de su madre. Al día siguiente, sucedió lo mismo. Y al siguiente. El verano era constante y el sol era la premisa que articulaba la tesis del dèja vú. Desde entonces, todo comenzó a repetirse una y otra vez. El primer insecto nunca dejó de ser el primero, pero pasó a ser parte de un grupo de insectos todos iguales: pequeños, de color rojo con puntos negros. Y el primer sol solamente fue el prefacio de los cientos de soles que la deslumbrarían y la obligarían a ver a otro lado en todos los años en los que caminó en estas tierras.

Pasó el tiempo y ya que la unidad había dado paso a muchas otras unidades, había optado por identificar de manera especial los grupos en los que nuestros ojos comunes identificarían dos elementos, o tres, o cuatro, y así hasta los números que nadie se atreve a pensar y se terminan por llamar años-luz o eones o gúgol. Así que comenzó a contar las cosas por el grado de emoción que le causaba la repetición de cierto objeto o situación determinada. Es decir, cuando algo le emocionaba sobremanera, sabía que debía tener un valor más especial que aquello ante lo cual la emoción no era más que un susurro imperceptible. El grado de emoción estaba sujeto a las veces en que había sido testigo de un evento. Si nunca había visto repetirse algo, la emoción era mayor.

El día extraordinario la había encontrado en el jardín de la casa, en donde se pasaba la mayoría del tiempo cavando pequeños hoyos para enterrar los cadáveres de los insectos y alimañas que encontraba: pequeñas tijeretas o chanchitos de tierra, y hasta algún pedazo de lombriz. Aunque lo que más le gustaba eran las arañas, por eso cuando encontraba algún exoesqueleto, la tomaba muy sutilmente, la ponía en la pequeña tumba y lo cubría de tierra húmeda. La miraba por unos segundos y le sonreía de medio lado, como en una suerte de despedida. Tenía una agenda en donde llevaba la cuenta de sus insectos muertos, clasificados por el grado de extrañeza ante su presencia peculiar o repetitiva.

Ese día, se acercó a uno de los girasoles que se doblaban en medio de las demás flores de menor tamaño. Y lo vio. Ahí estaba, pequeño, rojo con manchas negras. Al principio creyó que era uno más de los insectos de la misma especie que siempre veía revolotear por allí. Pero, justo cuando iba a posar la mirada en otro lado, supo exactamente lo que iba a pasar. El pequeño insecto volaría en derredor de los girasoles y se iría a detener en la punta de su dedo índice. Fue una especie de fotografía que alguien había tomado en algún momento del tiempo infinito y que había decidido revelar justo ahora para ella. El insecto se abrió como una nuez y unas minúsculas alas negras se asomaron. Se entregó al viento y dio un par de vueltas a los girasoles, describiendo un número ocho en el aire, como si dibujara el interior de una fruta. Se diría que planeó, pero sabido es que los insectos no pueden dejar de mover las alas, a menos que quieran caerse como la manzana de Newton. Y se fue a parar a la punta de su dedo, cuya mano dueña se había alzado mecánicamente hasta quedar a la altura de su nariz. Lo miró como si fuera el primer insecto rojo con manchas negras al que viera, como aquel que vio años atrás. Giró la muñeca sin desprender los ojos de la pequeña coraza roja brillante del insecto. Cuando escuchó una voz lejana, como si anduviera en un sueño y alguien intentara despertarla llamándola a gritos.

—¡María Fernanda!
—Eh... ¿Mamá?
—Hace horas que te llamo para comer, niña. ¿Qué haces?
—No lo sé…

La madre puso cara de circunstancias y sirvió limonada en un vaso. Segundos después un insecto rojo con manchas negras entró revoloteando en la casa.



[Imagen editada de Internet]

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