sábado, 31 de agosto de 2013

Σoφíα


Lima, 27 de agosto, 2003

Querida Sophia:

La desesperación ha tocado a mi puerta y mis letras, acostumbradas al orden estricto que les impongo, se desbaratan en una continua y sofocante dispersión. Debo advertirle que lo que leerá en las próximas líneas son las confesiones más desordenadas e improvisadas que nunca antes me hubiera atrevido a decirle a alguien, y estoy seguro de que, después de hoy, no lo haré nuevamente. Me disculpo por las mil y un faltas en las que incurriré, pero es que no tengo nada claro. Prometo, sí, intentar ser breve.

He comenzado esta carta con la familiaridad de quien conociéndole se dirige a usted con toda confianza. Debo disculparme por eso. A estas alturas se estará preguntado quién es este sujeto a quien no conoce y le escribe esta misiva. Pues, déjeme presentar. Como habrá visto en el reverso del sobre, antes de abrir la carta, mi nombre es Mario Lugano. Tengo 25 años, y estudio Periodismo en la misma universidad que usted, y asisto a las mismas clases a las que usted asiste.

Cada día, sentado en la parte posterior del aula de clases, la veo a usted llegar. La veo llegar con esa naturalidad de río, que en su azaroso recorrido busca la quietud de los manglares, con esa levedad de hoja de cerezo, que llegado el otoño se deja caer en un infinito descenso en busca del suelo irremediable. ¿Cómo es posible que criatura tan grácil toque el piso con sus pies de viento y no provoque la destrucción inminente de este mundo de mortales? ¿Cómo es posible que mi corazón, pequeño instrumento de medición pasional, no se me haya salido del pecho con tanto retumbar a causa de su sonrisa? ¿Cómo, de pronto, se ha metido usted en mi vida y ha descuadrado involuntariamente todos mis laberintos que había, con mucho esfuerzo, ordenado a través de los años?

Pero, no, no se sienta usted culpable de lo que acontece en mi alma. Entiendo que un personaje de aspiraciones imposibles como yo no tiene derecho alguno de acercar sus letras a vuestra fermosura. Le pido que perdone mi atrevimiento. Suelo ser discreto, no sé que está pasando conmigo, no se asuste ni se ponga a la defensiva: prometo no acercarme a usted e interrumpir sus días, a menos que su mirada quiera alumbrar mis letras y sus albas manos me sirvan de guía en esta desolada vida.

Le insto a seguir leyendo, querida Sophia. No, mejor, le ruego que siga leyendo, que no arroje antes de tiempo (si es que luego lo hace) estas hojas a la basura. Acabaré pronto para no aburrirla.

La amo. Y soy un cobarde por no poder decirle, mirándola a los ojos - esos ojos que son la causa de mis desvelos -, que la amo. Temo, mi querida Sophia, que al escuchar de mi boca esta confesión, sus ojos me nieguen el brillo que me haría entender que no soy un Ícaro-intentando-volar-cerca-del-sol. Es por ese infinito temor, que me dirijo a través de este medio y le ruego que me permita ser su amigo. Cuando la vea y la tenga frente a mí, le ofreceré mis eternos respetos y estaré a su disposición, mi querida Sophia. Le ruego que acceda a mi pedido por ser de carácter necesario e inmediato.

Me parece que he prolongado un tanto este escrito, y le agradezco si ha llegado hasta este punto. Queda tanto por escribir, pero el espacio me es adverso, y el amor, ese que se está apoderando de mis sentidos, no debe limitarse a ser escrito en un papel.

Con todo el cariño y respeto del mundo,

Mario Lugano


*La carta transcrita y la imagen que abre el texto son de autoría de Mario Lugano, un novel y prometedor periodista y escritor (autor del poemario Las cuatro Marías, única publicación suya de manera profesional) desaparecido el 28 de agosto del 2003. La carta data, como se ha visto al inicio de esta, de un día antes. Los mencionados documentos, junto a otros tantos (cartas, poemas inéditos y una novela de mediana extensión), se encuentran en la Biblioteca Nacional.

martes, 20 de agosto de 2013

Fotografías: pequeñas muestras hipócritas de felicidad

Teolith es fotógrafa. Ama, desde que tiene recuerdos, coger su cámara profesional, pegársela a la cara, adherírsela, como si buscara el alma del aparato, y husmear el mundo a través del lente. Hay fotografías que Teolith jamás toma. Teolith odia fotografiar personas. Somos una tira de malditos hipócritas, se le oye vociferar cuando alguien se atreve a preguntarle por qué no toma fotografías de gentes. Peor es cuando los invitados a algún evento, con el brazo estirado ofreciendo la cámara digital, le piden que los retrate. Ella solemnemente los mira con cierta pena y odio, ya deberían saber, con tantos chismosos que hay, piensa. Si les tomo la foto, tendré que matarlos, les dice, y se da la vuelta. Se va como una hoja al viento, ligera como solo ella puede ser.

Y así es Teolith: una descuadrada que se deja ser y jode a quien puede (en realidad, a quien quiere). Igual me voy a morir, dice, así que mejor jodo a todo el mundo; si cuando muera todos van a decir que era la mejor, que era de putamadre, y me llevarán flores y me llorarán; por que cuando mueres todos te quieren y eres la mejor , y se desternilla de risa la condenada. Así es Teolith, una jovencita con lentes de marco grueso, como los de Woody Allen. Soy una maldita hipster, dice, maldita, maldita hipster, y no hay quien le ponga límites a su risa que la tumba y la hace rodar por el césped, cuando está en algún parque o en el jardín de su casa; por la arena, cuando le da ganas de playa, …y de pronto se reincorpora, seria, ¡no! ¡jamás!, una puta antes que una hipster, una snob antes que una hipster, presidente antes que… no ni huevona, presidente no, prefiero ser puta antes que hipster y presidente, la política no va conmigo, yo soy honrada, carajo. Sus amigos, los pocos que tiene, que pueden ser contados con los dedos de una sola mano ya la conocen, y así la quieren. En el fondo ellos quisieran ser como Teolith, pero es que a esta muchacha todo le sale natural, nunca parece que estuviera fingiendo.

Lo que siempre llama la atención, desde que estaba en la escuela, es su nombre. En la escuela, las maestras, que eran religiosas, la llamaban por su segundo nombre, pero a ella nunca le gustó. Parecía que le temieran a ese nombre tan raro. Llámenme por mi primer nombre, caray, les decía. Las maestras nunca la llamaron por el primer nombre y nunca dieron razones claras del porqué. Ella escribía su nombre el cuaderno de mil maneras, pero nunca en el mobiliario, ni en las paredes, ni en las puertas de los baños, solo en su cuaderno. Le compraban muchos cuadernos, obvio, pues todos los llenaba con su nombre, nada de matemáticas, ni ciencias, solo su nombre. Pero nunca jaló ninguna materia. Es que le tienen miedo a mi nombre, pingüinos tontos, decía refiriéndose a las religiosas.

Cierto día, cuentan, Teolith estaba en el bus, enojada porque la gente estaba durmiendo, porque el conductor era amante de la música chicha (y era tan considerado que quería que los pasajeros escuchen a sus afinados intérpretes), y porque no traía consigo los audífonos. La gente apesta cuando duerme, ¿no se dan cuenta?, por eso yo no duermo en el carro, dice Teolith, porque aparte de apestar como un marrano, me canso más. Dormir en el carro cansa, concluyó. Dicen que, enojada por los malos olores que todos exhalaban y por la tremenda bulla que la radio emitía, se paró del asiento y fue caminando decidida donde el conductor. No sé cómo la gente puede dormir, además, con la tremenda bulla de este baboso, decía mientras se acercaba temerariamente. Oye, tú, huevón, ¿qué mierda crees? ¿que esto es una discoteca?. El conductor la miró con el terror que solo una niñez traumada puede adjudicarse. Teolith cogió, dicen, el parlante que estaba bajo el asiento próximo al del chofer y lo aventó por la ventana, rompiendo los vidrios. Todos estaban despiertos con los ojos de platos mirándola. El conductor no sabía qué hacer. Ella regresó a su asiento mientras algunos pasajeros (los que no habían estado durmiendo, creo yo) la aplaudían y el conductor enrojecido le miraba el trasero regordete por el espejo retrovisor.

***

Cuando Teolith tenía 7 años vio a sus padres discutir en la habitación superior. Era la discusión “más grande y fuerte” que había presenciado y jamás se le borraría de los recuerdos. Lo gracioso, se le oyó decir solo una vez  a Teolith quien no cuenta así porque sí su vida a cualquiera, en una reunión con los amigos, es que al rato bajaron y se tomaron una foto sonriendo, todo porque estaba la familia presente. Tremendos conchesumares, agregó, malditos hipócritas, por eso odio las fotografías, porque solo muestran segundos de falsa felicidad, de una felicidad que después de disparado el flash se va a la misma mierda. Así que si me piden que les tome una estúpida foto, los tendré que matar por hipócritas, por falsos, por banales, … Se le oyó eructar, y perdió el sentido. Las copas de pisco sour habían hecho efecto.

sábado, 22 de junio de 2013

Raciocinio vesánicamente lógico de la locura orática


“[…] y Serrat me decía, con todo respeto, que perdí la razón por completo. [...] y el gran Silvio decía, con ésa su pausa, 'ese nosocomio ya está resignado'. [...] y atado de brazos y un nuevo envoltorio el Ráez me decía: "tras unos sedantes y un vomitivo, serás mi vecino en el sanatorio". Es un proceso largo, ya ven, que a veces se vuelve indiagnosticable, en un horizonte de vidrio y quimeras. La locura está presa entre estas mis venas y en este amor irremediable, en esta locura que aún tú no sabes.” *

Estoy loco. Mi nombre es Alejandro González y estoy loco. Tengo 24 años, y estoy loco. Que cómo lo sé, pues fácil: me encanta vivir en este mundo de mierda. A muchos les gusta vivir aquí, pero a mí me encanta, me fascina toda la escoria de la que estoy rodeado y de la que formo parte, porque también soy un asco. Ah, además lo sé porque el médico me diagnosticó trastorno obsesivo-compulsivo: dice que suelo repetir ciertas conductas, no lo creo, el loco debe ser él. Por cierto, ¿ya mencioné que estoy loco?

No ando desnudo por las calles, no me hace falta; bueno, en realidad no ando desnudo porque estoy bastante venido a menos en cuanto a musculatura. No como caca, no me gusta, no me acostumbro a su sabor. No pido dinero como el loco de un centro comercial en Covida, que solo llega los viernes por la noche con su gorila de juguete y en Navidad pone su arbolito; es un loco con horario de trabajo que hasta cuenta en Facebook tiene, no es broma.

No hago el amor en la calle, aunque para eso no hay que estar loco, hay que estar arrecho; prefiero un lugar privado, el baño de un restaurante no es mala idea. Tampoco salgo con mi biberón gigante, ni les ofrezco una “chupadita” (del biberón, obvio) a los transeúntes, ni salgo despeinado (me peino hasta para ir a comprar el pan) como un cómico de antaño, increíblemente, aún vigente.

Estoy enamorado. Sí, ya lo había dicho. ¿Dónde? Donde dije que estaba loco, es lo mismo, ¿no? Estoy enamorado de una mujer; hay quienes se enamoran de hombres, no es mi caso, al menos no por ahora. Estar enamorado es como, es como,… es como gritar tu autosuficiencia ante los dioses griegos y que estos te sometan a una Odýsseia de 10 años (sorry, Ulises); pero así es estar enamorado: una consecución de eventos malhadados, en donde lo que guía tus pasos no son tus propias decisiones. Pero como nos encanta el sufrimiento, ahí estamos. Estoy enamorado, estoy loco, perdón por la redundancia.

Me encanta leer y escribir, y voy a vivir de escribir y leer (más de lo primero). Esto también ya lo había mencionado en las dos primeras palabras: estoy loco. Sí, caray, estoy loco. Me gustan los crucigramas y las chicas, la música y los libros (si van juntos mejor), la gente que lee y la que no lee (estos últimos sirven para elevar el ego, pruébenlo, a menos que un(a) chic@ te guste y no sepa diferenciar entre el amigo de Pedro Picapiedra y el poeta chileno autor de Estravagario, eso sí que es matapasiones).

Me encanta la lluvia y odio las fiestas. Los domingos duermo hasta el mediodía y me voy a la cama a la medianoche y no salgo a ningún lado (“mis domingos son sagrados”). Odio los inviernos y me gustan los inviernos (?). Me gusta irme a la mierda de vez en cuando, me gusta mandar a la mierda a algunas personas de vez en cuando. Soy un ingrato de lo peor, aunque no es porque yo quiera (mis padres nunca visitaron a nadie, tal vez por eso yo tampoco lo hago).

Escribo poesía que nadie lee. No me gusta publicar mis poemas, han sido muy criticados, así que mejor se quedan en el baúl de los recuerdos (disco D  de mi laptop). Tengo mala memoria, no recuerdo ni lo que escribo, cuántos poemas que escribí en papel han quedado en el olvido por no recordar dónde los dejo.

Reclamo por los toros que unos hijos de puta matan. Cuando pienso en esas escorias llamadas toreros, me pongo a pensar, también, en todos los desadaptados estadounidenses que entran a las escuelas a matar inocentes. En verdad, no hay diferencias, solo que en el primer caso, la gente lo disfruta y pagan para verlo. Que no digo siempre que somos unos cabrones. Reclamo por la Tierra que devastamos, cuando nos morimos no nos llevamos nada, ni el cajón es ya nuestro, pero seguimos jodiendo. Y por meterme a reclamar me llaman loco. Qué cojudos.

Y bueno, ya basta de tanta letra. Salgo en busca de la mejor forma de obtener inspiración: vivir. Me voy un rato a la mierda. Adiós. Ah, lo olvidaba, estoy loco y… todos se pueden ir a la mierda.


* Fragmento de Vesania, canción incluida en “Memorias desde Vesania” del gatuno cantautor mundano (tener en cuenta la primera acepción del DRAE) Daniel F. Gracias por la autorización respectiva. El título, por otro lado, también esta basado en las composiciones del mencionado autor.

domingo, 16 de junio de 2013

De lo estúpido que es crear un "feliz día..."

El chico se echa a dormir, como lo hace todas las tardes, hasta las cuatro, hora en la que el padre se va a trabajar. El chico llega cansado de la academia donde se prepara a diario para alcanzar una vacante en la universidad donde todos quieren entrar, pero pocos pueden. El padre se va a trabajar a las cuatro de la tarde, esta semana le toca trabajar de noche, para que el chico pueda seguir preparándose en la costosa (para ellos lo es) academia. El chico suele despertarse y despedir a su padre con un apretón de manos, pero hoy no lo hace así. Hoy se despierta pero sigue con los ojos cerrados, así lo despide, ni siquiera lo ve, el cansancio es mucho, y cierra la puerta.

Es raro, el chico siempre suele ver a su padre desde la ventana. El chico se apoya en el marco y ve al padre, con el caminar pausado y orgulloso, hasta que este desaparece al voltear una esquina. Hoy, simplemente, cierra la puerta y se echa en la cama a continuar durmiendo. Es un día raro, así comienza lo inesperado, en medio de la rutina, cuando no se espera que pase nada. Maldita rutina, malditos cambios, maldito día.

El chico se despierta sobresaltado, el hermano menor le grita incoherencias. Alguien le ha avisado al hermano menor que el padre no está bien, al parecer lo han llevado al hospital. El chico maldice para sus adentros y se yergue presurosamente, no sabe qué hacer. Encuentra a la madre que llega de trabajar. Seis de la tarde. No entiende lo que ella le explica, coge un par de monedas y llama al hermano mayor quien está enseñando matemáticas, así se gana la vida por ahora que es aún estudiante. El hermano mayor contesta, y se apresura a salir del trabajo.

El chico y la madre salen rápidamente de la casa, se dirigen al hospital. El chico, quien no es muy adepto a los rezos, suplica para sus adentros, como si tratara de encontrar a ese dios que nunca busca, o que no existe, pero a quien necesita de algún modo. Así es el ser humano, busca lo que nunca buscó solo cuando lo necesita, convenido idiota. Llegan al hospital, entran por la puerta de emergencias. Maldito olor a muerte.

Las horas pasan, los amigos llegan a brindar su apoyo; algunos, después de un buen rato, comprensiblemente, se retiran. Las horas siguen su camino, el tiempo es así, no le interesa nada, ciego y mudo sigue adelante, inmutable. El chico y el hermano mayor duermen, el cansancio puede más que el dolor. Despiertan, nada ha cambiado. El padre sigue en la camilla, nadie pude entrar a verlo.

La presión arterial fue tan alta que el padre perdió el conocimiento en el auto en el que se dirigía al trabajo.  El cobrador lo bajó del vehículo y lo dejó tirado en la acera. Nadie lo ayudó, malditos humanos, así somos, una sarta de malditos hijos de puta a los que no nos importa nada ni nadie. Un policía fue el único que lo ayudó, obligación, compasión, no se sabe, solo se sabe que lo llevaron al hospital cuando se dieron cuenta que no era un borracho.

El chico espera en la sala. Ya ha entrado a verlo, pero no pudo decirle mucho. Lo ha visto con muchos aparatos en el cuerpo, unos cables en la cabeza, él no entiende mucho de eso, no entiende nada en realidad. Se ha quedado mirándolo, lo ha cogido de la mano. Habían, días antes, proyectado arreglar un repostero viejo para guardar los pocos platos y tazas; el chico le recuerda eso al padre, le dice que tiene que estar bien para arreglarlo juntos. El padre no lo escucha, está en silencio, los ojos cerrados, su alma está en una lucha de la que salió librado varias veces de joven, pero ya no es joven, y la lucha es ardua. 

A las once de la noche, un doctor llama al hermano mayor. El chico está parado frente a la puerta doble. Alguien se acerca donde el chico, le dice que lo lamenta. Los párpados no se cierran, con respeto mortuorio se quedan abiertos esperando que las lágrimas asomen. Dos chorros grandes de agua caen por las mejillas del chico. Es lo único que puede hacer, no más. El padre no volverá a sonreírle como lo hacía, ni lo abrazará como lo abrazaba, ni le acariciará la cabeza, ni les dirá, al chico y a sus hermanos, que son el único motivo por el que sigue sacándose la mierda a diario. Por ahora, todo se ha ido al carajo.

Al día siguiente, es el chico quien, con ayuda de una prima, recoge el cuerpo inerte del padre. El hermano mayor hace trámites para sacar el cuerpo sin la necesidad de una autopsia. De la morgue, ese lugar que apesta a mierda, que apesta a humano, de ese lugar sacan el cuerpo del padre. La prima, una de las más queridas, llora, lo quería tanto. El chico no se inmuta, no puede. El olor de la muerte se le ha metido en el alma, y es ese olor el que no se le irá de la mente jamás, el mismo olor que le impedirá estar en un velorio, que le impedirá ir al cementerio.

El chico se queda a solas con el ataúd en el velatorio. Son tres horas, o más, o menos, el tiempo ya no importa, en las que el chico tiene la última conversación con su padre. Llora hasta el cansancio. El lugar está abierto, es el velatorio de una iglesia, pero nadie se acerca. El chico llora, nunca ha llorado antes como lo hace ahora, ni lo hará jamás. Luego, cuando la gente lo vea sin lágrimas pensará que no le dolió, pero el amaba tanto a su padre, ¿cómo mierda no le iba a doler? El chico ignora lo que sienten sus hermanos y su madre, solo sabe que le duele tanto como a él. Ellos si llorarán luego; él, ya no, las lágrimas también se acaban.

El chico no va al cementerio en el cumpleaños del padre, como lo hacen otros, él no puede. Tampoco va en el día del padre. Esos días son bastante duros para él, todos los días son duros cuando alguien parte. Son días duros que se vuelven crueles. Tal vez nadie entienda las decisiones que el chico tomó desde aquel día, pero nadie tampoco entenderá cuánto amaba este chico a su padre. Hay días en que no soporta más y se echa a llorar a solas, como lo hace hoy para no morir. 

Hoy quisiera volver el tiempo y asombrarse otra vez con las ingeniosas construcciones de su padre, con esa frente amplia, con esa sonrisa fácil, con ese geste duro, con esas manos fuertes, con esos abrazos más fuertes aún, con un libro en la mano; qué importaba lo demás si el padre era el tipo más inteligente que él conocía, qué mierda importaba lo demás si él lo era todo, qué mierda importan los errores cuando se ama. Hoy, el chico que ya ha dejado de ser chico, que se va convirtiendo en hombre, quisiera volver el tiempo y no cerrar esa puerta y ver, siquiera de espaldas y con ese caminar pausado y orgulloso, a su padre voltear la esquina.


Para Jorge Roberto, a quien no puedo recordar sin llorar.

jueves, 13 de junio de 2013

Escritores y "escritores"


Dicen que las mujeres se enamoran de los escritores (como quien se enamora de cualquier otro). Me ha pasado. Muchas mujeres (no tantas en realidad), que me ignoraban por completo, cuando se enteraron que soy un prospecto de escritor, se me acercaron con intenciones poco buenas y poco morales. Es que este oficio es tan cautivador como decepcionante: cautivador para los que nos aventuramos y dejamos todo por dedicarnos a ficcionar; decepcionante para quienes se dan cuenta que los escritores no tenemos ni para saciar la necesidad instantánea del mendigo de la esquina.

He comprobado que somos como esos insectos extraños a los que todo el mundo examina cuando son descubiertos. Los estudian, y los abren, y les sacan las entrañas y el cerebro para saber qué hay dentro, y luego, cuando todo está consumado, cuando ya saciaron su sed de científicos pro-obtención-de-conocimientos-para-el-mundo, solo entonces, se les deja en paz, a los que quedan, cuando ya la cantidad de especímenes no supera los diez, solo entonces, se les ignora, se les abandona. Así somos los insectos extraños, así somos los escritores.

Las chicas que se acercan donde los escritores lo hacen con la ingenuidad de Eva al comer el fruto prohibido. Luego de un tiempo, no mucho pues la reacción a veces es instantánea,  las susodichas nos descartan al darse cuenta que nuestros bolsillos están llenos “solo” de poemas y lápices, e ilusiones y más poemas, e ideas de cuentos y novelas, y alguno que otro sueño.

Es así que el joven escritor regresa a la soledad, a escribir sus más sentidos poemas. Después de todo, no es malo el obrar de dichas féminas, al contrario, si no fuera por ellas, no habría escritores románticos y desdichados y geniales. Así que, aunque nos retorzamos de dolor por la ausencia del amor de nuestras vidas (qué estúpido suena esto) es de ahí de donde nos valemos para explotar nuestro arte.

De pronto siento que el escrito se ha vuelto un tanto machista. No me olvidé de ustedes escritoras, tanta mujer valiosa que expresa con mejor tino las emociones humanas y animales. Recuerdo que me enamoré de una poetisa, Dios, qué hermosa, con dedos llenos de magia, su voz era el poema que todo poeta busca, era el poema más hermoso que se hubiera escrito (qué patético), era… lesbiana. Maldita sea, mi primer amor poético y era lesbiana. Aún sigo en amores con ella, ella no lo sabe, así que le hago el amor a su alma (estas son todas las estupideces que el amor nos provoca escribir). Me doy cuenta que he confundido amor con enamoramiento, tendré que filosofar un tanto con respecto a esto, así que el tema, por lo pronto, se queda ahí.

El propósito de escribir esto no es mostrar a los escritores como seres incomprendidos (la verdad es que sí lo son, pero eso solo lo confiesan ellos para sus adentros, no para el público), como seres que se inmolan por amor a la humanidad. Nada de eso. El fin último es que nos demos cuenta que el oficio del escritor es tan sincero como los demás (como los que son sinceros, por supuesto, aquí no entra el oficio de “gestor de obtención de artículos de pertenencia ajena” o “choro”, o el de “vigilancia exhaustiva no requerida con propósito de habilitación de guardado permanente de los ahorros de toda su vida” o “marca”, no, esos no).

El oficio del escritor es maravilloso, para los escritores, claro está. Al final, los escritores no somos nada del otro mundo, qué idiota quien piensa eso, somos solo seres humanos que escriben, como el zapatero que arregla zapatos, o como el mototaxista que maneja su mototaxi, y así. Cualquiera puede ser escritor, si hasta la autora de una saga romántica de vampiros y una exconductora peruana de tv basura escriben. Cualquiera puede escribir, de allí a llegar ser buen escritor es otro asunto.

Feliz día a todos los buenos escritores.

jueves, 23 de mayo de 2013

Duran menos los amores en invierno


Estaba escuchando al gran Vivaldi y recordé que el invierno comienza por estos días, o creo que en junio, no lo sé, solo sé que en algún momento empezará (intenté averiguar qué día comenzaba oficialmente, pero el Senamhi nunca dio respuesta a mi mail). En mi caso, el invierno no tiene comienzo… En este punto, algunos pensarán que soy afortunado por no tener inviernos en mi vida; otros, que no sé de lo que me pierdo, puesto que es una estación, aunque lúgubre y friolenta, bastante divertida (en algunos lugares hasta hay nieve). La verdad es que para mí los inviernos no tienen comienzo… porque tampoco tienen final (no perderé el tiempo explicando la circularidad de mi afirmación).

Nunca me gustaron los inviernos: días fríos, ropa abrigadora (incómoda), duchas más heladas, bebidas calientes, despedidas inevitables… Nunca me gustaron, pero hubo un día en que comenzó esto.  El “nunca” es, por supuesto, exagerado. Sí ya sé que escribí que mis inviernos no tenían final porque no tenían principio en mí y todas esas cosa que se escriben para parecer más interesante de lo que se es.  Sí, comenzó un día de invierno, hace muchos años.

Colegio. Primer año de secundaria. Invierno del 2001. Seis de la tarde, día en extremo gris y lluvioso. Estaba con Miguel, un amigo de entonces al que no he vuelto a ver desde que salimos del colegio, creo. Sentados cerca a la puerta, esperando a no recuerdo quién. De pronto, la vi. No puedo describir lo que sentí en ese momento… porque la verdad es que no lo recuerdo, pero… lo que sí recuerdo es su rostro de niña: tierna, traviesa, bella. Sus ojos, cuando se dio la vuelta (revoloteándole los cabellos en cámara lenta, como en las telenovelas), me miraron inquietos, enamorados, hipnotizados,… mentira, ni siquiera me miró, pero en aquel entonces creí que lo había hecho. Me había enamorado por primera vez en secundaria (en primaria anduve enamorado de otras niñas, es que así es el enamoramiento, el amor es otra cosa).

Lo significativo de esta tarde, de este espacio, de este tiempo, y en escasa proporción de la persona mencionada, es que desde entonces todos mis inviernos serían más fríos y duraderos. Tiempo después, le dije que estaba enamorado de ella, la respuesta era predecible. Ella se fue al año siguiente al extranjero, no la he vuelto a ver. Ella se fue, nada más. Lo significativo de todo lo que pasó aquella tarde en que la vi por primera vez, no es el hecho de que ella estuviera allí – al final no está, ni nunca estuvo -, lo más importante es que era yo quien estaba a punto de recibir el regalo (yo prefiero maldición) del eterno invierno.

No soy nihilista, un tanto pesimista sí, solo un tanto. Sentí, y esto sí lo recuerdo bien, que desde entonces mis inviernos no serían los mismo. Y no lo son. Mis inviernos calurosos en verano son soportables, pero los inviernos de invierno, esos me llegan hasta el alma (que creo que está en la parte media izquierda del pecho, los médicos la llaman corazón, qué tontos).

Mis inviernos – o  sea mis días – son todos iguales: poco sorprendentes, poco sorpresivos; pero de algún modo sigo aquí, así que tengo que seguir abrigando las pocas ganas que hay de continuar. Por estos días, he recibido un motivo más para que me llueva el alma, un  motivo más para que se me vengan cual alud todos los inviernos del mundo, un motivo más para que los recuerdos de todas las ausencias, que viven ahí en ese pequeño lugar que los médicos se empecinan en llamar corazón, celebren por recibir una nueva compañera.

sábado, 11 de mayo de 2013

Retrografía del sujeto que, no sabiendo qué hacer, se sumó a la larga lista de hombres que no quieren despedirse pero aún así se van


Fue Fátima quien lo encontró. Era casi la medianoche y había subido porque la música empezaba a hacerse molestosa. Tocó la puerta un par de veces, no obtuvo respuesta, talvez se había quedado dormido. La puerta estaba con el seguro echado. Bajó a la cocina en busca de una copia de la llave de la habitación. Abrió la puerta, él estaba tirado sobre la cama en posición fetal, el frío sometía a cualquiera. Apagó el radio: la voz de Gilmour se desvaneció al instante. Se acercó con cuidado, vio una mancha pastosa y plateada brillar a la luz de la luna que se colaba por la ventana abierta. Algo no andaba bien, cerró los ojos negándolo.

Llegó a casa. Entró sin saludar a nadie, y nadie lo detuvo, solo se miraron extrañados. Subió a su habitación. Las 11 de la noche no era una buena hora para escuchar rock, pero sabía que nadie reclamaría; la acústica en la habitación era envolvente: las letras lacrimosas de Hey you lo retraían hasta el momento en que escuchó aquello de los labios de ella, y aun antes. Subió el volumen. Se tiró en la cama de bruces, con el desgano y la fuerza de un nadador que desde el inicio se sabe perdedor.

De camino a casa pasó por lo de don Valencia, la farmacia estaba cerrada. Pensó en renunciar, pero el pesar podía más que el cansancio. Recordó que a la vuelta estaba la ferretería: era más doloroso, pero igual de efectivo. Llegó, fue despachado, no agradeció. El tendero dudó un instante, intentó explicar el correcto uso, no hizo caso, se dio la vuelta, como si él no supiera matar roedores. Y así se sentía: un minúsculo roedor, de esos tontos que se dejan atrapar por una trampa, que comen lo que malamente le ponen sobre una hoja de periódico. Pero él no era un roedor de aquellos. De aquellos, no.

Se levantó de la banca del parque como tantas veces lo había hecho, pero esta vez lo hizo solo. Las luces de los postes marcaban enormes sombras, tristes imitaciones de la gente sometidas a la repetición instantánea. No volteó la cabeza a mirarla. Un par de gotas suicidas se lanzaron desde sus pupilas, se dejaron caer con la lentitud del rocío matutino. El pie derecho con el que siempre solía empezar a caminar recorrió con ávida parsimonia cada centímetro de la baldosa próxima. Ella tampoco lo miró, al menos lo intentó, no pudo evitar que llegara hasta ella, por el rabillo del ojo, la figura de él yéndose. Lo que le había dicho no solo lo había destrozado a él, ella sentía también cómo la noche la abrazaba, como tantas veces la había abrazado él.

Lucía lo había estado esperando. Él le dio un beso suave cuando llegó. Se sorprendió que estuviera allí antes que él. Lucía aspiró hondo, empezó a hablarle. Él la escucho sin omitir detalle alguno, parecía que estaba comparando. Y sí lo hacía. Ella seguía hablando, él ya no la escuchaba, el tiempo se había vuelto inevitable, era necesario salir de ese malaventurado instante. Levantó la vista que había mantenido sobre las baldosas hasta entonces. La miró por última vez, sí, sería la última vez que la vería. Él ya sabía todo lo que ella le estaba contando, claro que en la versión correcta, ella no tuvo reparos en obviar detalles que sabía que le dolerían más. Pero a él ya le dolía lo suficiente como para tener que soportar mentiras. Se levantó de la banca.

sábado, 9 de febrero de 2013

Di Ser Piero


Llevábamos varios días en lo mismo. Llegaba con la blusa floreada y los vaqueros azules, bella. Los cabellos los traía recogidos algunas veces; sueltos, otras tantas. Depende de los ánimos, me decía, y yo reía celebrando su simpleza. Se desnudaba, entonces, mostrándose tal y como era, o al menos como quería que la viera. Se ponía una túnica oscura sobre los hombros y una suerte de velo traslúcido sobre la cabeza. Y se sentaba en un banco alto, y cruzaba las manos.

Comenzaba. Ella se quedaba quieta: el viento no sacudía sus cabellos, los sonidos foráneos no la distanciaban de su precisa concentración. Su rostro en cuarto creciente me mostraba una sonrisa apenas perceptible, una sonrisa que parecía guardar los secretos del mundo. Parado frente al caballete, me dejaba atrapar por la serenidad que me inspiraba aquella sonrisa. Luego, no muchos segundos después, el semblante me cambiaba: era desconcertante el huracán de sentimientos que generaba en mi interior.

Los ojos en sí no expresan nada, párpados y cejas son los que nos dan cuenta de los sentimientos de turno. En sus ojos, en cambio, podían verse reflejadas las más sinceras emociones y los deseos más apasionados. A veces sentía que miraba mis ojos, otras veces sentía que me miraba el alma. Sentía cómo algo desde más allá de sus ojos atravesaba la habitación y se metía en el pecho desordenando emociones, recuerdos, deseos, miedos… Decidí que sería en ellos donde se volvería infinita mi existencia.

Cierto día, luego de nuestra sesión vespertina, me preguntó cuándo iría a terminar. Me quedé mirándola en silencio por unos segundos-horas. Lo lamento, no sabría decirle, respondí al fin. El artista no elige el fin de la obra, ni siquiera elige la obra; es la obra quien elige al artista, agregué. Ella me miró con cierta desconfianza que supo borrar rápidamente. Sentí por un instante que sospechaba que no le decía toda la verdad.

Siguió viniendo por muchos días, hasta que no la necesité más; el resto de la obra dependía de cuánto pudiera yo agregar, aunque no había mucho por hacer: las formas y colores eran suyos, no tuve más que copiar su fantástica realidad. Así, el cuadro quedó con dos pinturas superpuestas: la primera donde estaba ella toda mía, que nadie más fuera a ver; y la otra, donde también estaba ella, pero en contraste, esta era universal, le pertenecía al mundo.

***

El Maestro, como lo llamaban sus coetáneos, había permanecido encerrado por mucho tiempo. Había terminado una de sus más grandes obras, pero aún había mucho por hacer: pintar, vivir, amar... aunque no siempre en ese orden, claro. Sabía que ella desconocía que la amaba. Sabía que no volvería a verla. Sentía que la había perdido. Pero sentía, también, que no se había marchado, que estaba ahí dentro volviéndose él. Cogió el pincel y escribió su primer nombre: Leonardo. Dudó un rato, no necesitaba firmar la obra, ya no le pertenecía. Cubrió con capas de pintura lo que había escrito; no quedó, entonces, más que una sonrisa y un par de ojos: signaturas naturales y divinas de lo intemporal.

miércoles, 9 de enero de 2013

Silvia y mis otras obsesiones (confesiones de un hombre triste)


Amo a Silvia. Silvia no me ama, creo. Mi nombre es Alejandro. Tengo 27 años. Soy escritor. De entre las muchas cosas que odio, es la velocidad la que más odio. Odio el verano, también. Tengo una relación de amor-odio con el invierno. Me gusta la lluvia. Leo novelas febrilmente. Adquiero libros con frenesí. Escribo con insania. Compro solo un diario desde siempre. Me gustan los crucigramas. Pierdo lápices con mucha facilidad. Amo a Silvia. Silvia no me ama, creo.

Silvia entró en mi vida no hace mucho. Desde entonces, Silvia se convirtió en la quimera que perseguiré toda la vida. Desde entonces, amo a Silvia. Silvia se duerme temprano: la noche no le conoce los ojos de estrellas; solo mi mundo ha sido dichoso testigo de sus ojos acuosos. Mi nombre es Alejandro: no encuentro otro nombre que me guste, por eso me quedo con este que tampoco me gusta. El de ella, en cambio, es nombre divino. Aunque a fin de cuentas, al igual que el de ella, el mío no es más que una invención que únicamente el papel eterniza. Soy escritor, al menos eso quiero pensar, al menos mis atribulados escritos me obligan a creer eso. Si no escribiera, no sabría más qué hacer. A mis 27 años solo me siento orgulloso de haber dejado este mundo y largarme al mío. Mi mundo no difiere del suyo: libros, conversaciones inteligentes, conversaciones triviales, sonrisas cómplices… Odio la velocidad: es una manera resumida de decir que odio la distancia y el tiempo; a diario pierdo el segundo mientras recorro al primero. La distancia que tanto odio me aleja de ella. El tiempo que tanto odio agrega días y más días a mis patéticos estados de ánimo porque no la veo. El verano llega con sus horas solitarias colmadas de hastío y ella no está. Amo-odio al invierno porque en los días fríos se me llena la cabeza de las cosas más tristes: mi infancia enfermiza, el difícil amor de mi madre, el adiós de mi padre, el adiós de Silvia; y de las más dichosas: leerme en sus ojos, discutir con su sonrisa burlona y sincera, amarnos a través del silencio… Me pongo a llorar cuando llueve y nadie lo nota. Las lágrimas obsesas con el suicido cumplen su cometido al estrellarse contra el suelo, y en el charco que forman veo sus ojos acuosos (jamás me cansaré de usar esta palabra). Leo con adicción para tratar de descubrir, en algún rincón de alguna novela, su nombre. Compro solo un diario desde siempre solo para llenar los crucigramas, esos que nunca envío. Los completo con las letras de su nombre. Los lápices son mis herramientas, pero los pierdo. Son tantos los que han quedado en el olvido, como yo. Los busco por un tiempo; luego los dejo seguir sus caminos lejos de mí, es lo mejor. A ese punto ha llegado mi locura.

Amo a Silvia. Silvia no me ama, creo. Si dejo de escribirle, moriré. Si dejo de escribir, Silvia no se enterará que la amo. Escribo con insania para evitar caer en la locura que significaría pensar racionalmente. Le escribo a Silvia porque, sino le escribiera, sería el corazón quien termine por hacerlo. Amo a Silvia. Silvia no me ama, creo. O tal vez me ama, al menos eso quisiera creer.