Amo a Silvia. Silvia no me ama, creo. Mi nombre es Alejandro. Tengo 27 años. Soy escritor. De entre las muchas cosas que odio, es la velocidad la que
más odio. Odio el verano, también. Tengo una relación de amor-odio con el
invierno. Me gusta la lluvia. Leo novelas febrilmente. Adquiero libros con
frenesí. Escribo con insania. Compro solo un diario desde siempre. Me gustan
los crucigramas. Pierdo lápices con mucha facilidad. Amo a Silvia. Silvia no me
ama, creo.
Silvia entró en mi vida no hace mucho. Desde entonces, Silvia se convirtió
en la quimera que perseguiré toda la vida. Desde entonces, amo a Silvia. Silvia
se duerme temprano: la noche no le conoce los ojos de estrellas; solo mi mundo
ha sido dichoso testigo de sus ojos acuosos. Mi nombre es Alejandro: no
encuentro otro nombre que me guste, por eso me quedo con este que tampoco me
gusta. El de ella, en cambio, es nombre divino. Aunque a fin de cuentas, al igual que el de ella, el mío no es más que
una invención que únicamente el papel eterniza. Soy escritor, al menos eso quiero pensar, al menos mis atribulados escritos me obligan a creer eso. Si no escribiera, no sabría más qué hacer. A mis 27 años solo me siento
orgulloso de haber dejado este mundo y largarme al mío. Mi mundo no difiere del
suyo: libros, conversaciones inteligentes, conversaciones triviales, sonrisas
cómplices… Odio la velocidad: es una manera resumida de decir que odio la
distancia y el tiempo; a diario pierdo el segundo mientras recorro al primero. La
distancia que tanto odio me aleja de ella. El tiempo que tanto odio agrega días
y más días a mis patéticos estados de ánimo porque no la veo. El verano llega
con sus horas solitarias colmadas de hastío y ella no está. Amo-odio al
invierno porque en los días fríos se me llena la cabeza de las cosas más
tristes: mi infancia enfermiza, el difícil amor de mi madre, el adiós de mi
padre, el adiós de Silvia; y de las más dichosas: leerme en sus ojos,
discutir con su sonrisa burlona y sincera, amarnos a través del silencio… Me pongo
a llorar cuando llueve y nadie lo nota. Las lágrimas obsesas con el suicido cumplen
su cometido al estrellarse contra el suelo, y en el charco que forman veo sus
ojos acuosos (jamás me cansaré de usar esta palabra). Leo con adicción para
tratar de descubrir, en algún rincón de alguna novela, su nombre. Compro solo
un diario desde siempre solo para llenar los crucigramas, esos que nunca envío. Los completo con las letras de su nombre. Los lápices son mis
herramientas, pero los pierdo. Son tantos los que han quedado en el olvido, como
yo. Los busco por un tiempo; luego los dejo seguir sus caminos lejos de mí, es
lo mejor. A ese punto ha llegado mi locura.
Amo a Silvia. Silvia no me ama, creo. Si dejo de escribirle, moriré. Si
dejo de escribir, Silvia no se enterará que la amo. Escribo con insania para
evitar caer en la locura que significaría pensar racionalmente. Le escribo a
Silvia porque, sino le escribiera, sería el corazón quien termine por hacerlo.
Amo a Silvia. Silvia no me ama, creo. O tal vez me ama, al menos eso quisiera
creer.